LA ALEGRÍA PERONISTA

domingo, 8 de diciembre de 2013

El vértigo del peronismo.



por GONZALO ANGUITA

Cuando termine el mandato de Cristina Fernández de Kirchner, el peronismo habrá cumplido siete décadas de existencia. Pocos partidos políticos latinoamericanos de origen popular han mostrado, al mismo tiempo, tanta vitalidad y tantas contradicciones.

Uno es el Partido Revolucionario Institucional mexicano, fundado por el presidente Plutarco Elías Calles, un partido heredero de las luchas revolucionarias que se convirtió en el partido de gobierno, donde convivían todos los caudillos, sin distingos ideológicos. El PRI gobierna ahora y se dispone a cumplir 20 años de tratado de libre comercio con Canadá y Estados Unidos, amoldado a los intereses de las multinacionales.
 
Otros movimientos latinoamericanos emergentes entre los treinta y los cincuenta del siglo XX fueron también por caminos sinuosos. La Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) peruana fue fundada por Víctor Haya de la Torre y fue solidaria con la gesta de César Sandino cuando este general nicaragüense encabezó la lucha contra la invasión de los marines yanquis. Años después, con Alan García, el APRA se alineaba con la ola de los tratados librecambistas orientados por Washington.
 El Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) boliviano, fundado en 1942 por Víctor Paz Estenssoro, llegó al gobierno una década después y parió la reforma agraria y la nacionalización de las minas de estaño. Paz Estenssoro volvió a la presidencia tres veces más en Bolivia, la última, entre 1985 y 1989, fue de la mano del neoliberalismo. Sus principales enemigos fueron los mineros, 23.000 de los cuales fueron echados durante esa última presidencia.


 En estas casi siete décadas de existencia, el peronismo vivió todas las estaciones ideológicas posibles, a veces dirimió con violencia extrema sus diferencias y, otras tantas, aplacó con hermetismo las desavenencias entre sus distintas facciones. Al llegar 1983, Ítalo Luder fue el candidato presidencial. Era el mismo que ocho años antes había firmado los criminales decretos de aniquilación de la subversión inducido por los mandos militares que dieron el golpe de Estado de marzo de 1976. En la provincia de Buenos Aires, la figura emblemática era Herminio Iglesias, arquetipo de la derecha bonaerense heredera de la peor tradición conservadora.
 
Los miles de militantes peronistas desaparecidos, los cientos de miles de peronistas unidos a la tradición nacional, siguieron contenidos en el movimiento y encontraron nuevas formas de expresarse, de participar y hasta de parir una nueva dirigencia.
Un primer paso fue la Renovación Peronista, que encontró un remanso en la figura de Antonio Cafiero, que acompañó a Raúl Alfonsín en el balcón de la Casa Rosada en el primer levantamiento carapintada de abril de 1987 y que, pocos meses después, se imponía en la provincia de Buenos Aires en las elecciones a gobernador. Era oxígeno para los sectores medios, daba esperanzas a una construcción ordenada y racional de los espacios partidarios. La Renovación daba un guiño a la socialdemocracia europea que apadrinaba a Alfonsín, pero que no le daba ningún apoyo económico para afrontar la perversa deuda externa argentina. Esa misma socialdemocracia que tenía al Estado de Bienestar como portaestandarte y que, tres décadas después, es corresponsable del Estado de Malestar en el Viejo Continente.

 
La Renovación perdió la interna frente a quien levantó las banderas más sentidas del movimiento nacional, Carlos Menem. Pero Cafiero llevaba como candidato a vice nada menos que a José Manuel de la Sota. Y su jefe de campaña era José Luis Manzano, el primero en sumarse sin culpa a las huestes del riojano cuando todavía estaba caliente el cuerpo del peronismo renovador. 
El Consenso de Washington fue argumento suficiente para que en la cúpula no se debatiera identidad ideológica. Las relaciones carnales podían doler a los trabajadores, a los empresarios nacionales y al ideario de la resistencia y la lucha contra las dictaduras. Pero el pragmatismo asentado en décadas permitió que los grupos disidentes fueran pocos. Mentes brillantes como las de Norberto Invancich, líderes combativos como Germán Abdala, fueron abriendo otros caminos. La militancia recuperaba orgullo, no se despegaba del territorio y soñaba con algo distinto.
 
Néstor Kirchner, con su Grupo Calafate, encarnó, como Quijote patagónico, el desafío de poner la mística por delante de lo conveniente. Así como el cinismo y la realpolitik alimentaron los noventa, Kirchner supo que se había incubado algo en el movimiento nacional. Y lo hizo a fines de los noventa, mientras crecían expresiones obreras combativas, como la Central de Trabajadores Argentinos y el Movimiento de Trabajadores Argentinos, y se afianzaba la lucha de las organizaciones de derechos humanos contra la impunidad.

JP - La Cámpora

Así llegó, en 2003, un político inesperado. El Kirchner real, el que negociaba espacios pero no cedía iniciativa ni rumbo, no estaba en los planes del poder económico ni de la vieja dirigencia política, ni de los editorialistas de los diarios conservadores. Estuvo al frente de las grandes decisiones de Estado, compartió con Cristina todo su mandato y confió ciegamente en que ella era lo mejor para continuar con ese primer mandato. Al mismo tiempo, el animal político que era le permitió ver que estaba parado encima de una alianza de intereses políticos llamado kirchnerismo porque no podía configurarse una nueva dirigencia, ni por fuera ni por dentro del peronismo. Llegó 2013 y, de nuevo, el vértigo del peronismo, puso a figuras claves del aparato partidario en el centro de la escena. ¿Qué es finalmente el peronismo de este siglo XXI? ¿Cuánto de la impronta kirchnerista y del primer peronismo pueden quedar en este momento de avance del capital transnacional a escala mundial? ¿Las señales a los organismos internacionales de crédito y la profundización de la extranjerización de la economía podrán convivir con los intereses populares sin doblegarlos?


Los cambios, vertiginosos, en el peronismo siempre fueron difíciles de vaticinar. Los cuadros intelectuales del peronismo, que los tiene y brillantes, suelen utilizar sus diagnósticos para actuar antes que para generar análisis, dar sustento y tomar decisiones pausadas, consistentes. El peronismo actúa, más de una vez corrige rumbos, otras tantas veces cambia de figuras dirigentes. Pasado el tiempo, genera debates para entender el pasado. El peronismo es la fuerza política con más vitalidad social y, al mismo tiempo, el partido del poder en la Argentina. 


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