LA ALEGRÍA PERONISTA

lunes, 28 de marzo de 2011

Cuando Palermo no era ni Hollywood ni Soho.

Julio Fernández Baraibar

Hugo Barcia

El Dragón del Sur

Editorial Ciccus

Días atrás presentamos en la Casa Nacional del Bicentenario esta novela del periodista y escritor Hugo Barcia, la primera publicada de una producción en prosa que tiene ya muchos años de actividad.

El Dragón del Sur es una novela que encierra muchas cosas, una dentro de la otra, como una caja china o una Mariushka. Con el recurso de reconstruir los sabores de la infancia -se le atribuye a Rainer Marie Rilke haber afirmado que “la infancia es la patria del hombre”-, Barcia se introduce en la experiencia de dos dolorosas derrotas: la del bando republicano en la Guerra Civil Española y la del bando nacional en la Argentina del '55 -es el efecto de Coriolis sobre las ideas políticas, que las hace cambiar de signo al atravesar los mares y el Ecuador-.

A Barcia, no sin razón, le interesa indagar en esas derrotas estrepitosas. La experiencia de las derrotas es el único material de donde se pueden extraer reflexiones que permitan futuros triunfos. También le permite adentrarse en otra experiencia límite en la vida de un pueblo: la de la nación dividida, la guerra civil, como tragedia central de la convivencia humana. La tragedia española de 1939 se le representa a Barcia, a través de sus personajes, como una prefiguración de esa otra tragedia que regará de sangre argentina la Plaza de Mayo en 1955, los bombardeos de la Marina de Guerra antiperonista sobre la población desarmada y pacífica. El fantasma de la guerra civil acecha a Manuel, un gallego dueño de esas viejas librerías de barrios con olor a lápices Faber y gomas de borrar Dos Banderas. Y el fantasma de la guerra civil vuelve a rondar premonitoriamente en los alrededores de Gascón y Gorriti, en el barrio de Palermo, en Buenos Aires a fines de la década del '40.

El barrio es, para Barcia, el microcosmos que evoca y sintetiza el macrocosmos, el mundo grande e inasible. Un poco a la manera como Leopoldo Marechal toma, en Adán Buenosayres, las calles cercanas al parque Centenario, alrededor de esa iglesia del Cristo de la Mano Rota, Hugo Barcia plantea en clave realista y, muchas veces, grotesca, la lucha de clases -convertida en una batalla campal de piedras y naranjas- entre una creída clase media del barrio y los oscuros y vivaces habitantes de los conventillos.

Esa clase media, hecha de médicos, escribanos, algún martillero público y unos recién llegados talleristas convertidos en repentinos industriales, junto, por supuesto, a sus indescriptibles señoras e hijas, es pintada por Barcia con ferocidad y con gracia. Reaparece en sus páginas un modo de hablar del Buenos Aires de aquellos años que se ha perdido. Una especie de neococoliche, pretencioso y vulgar, es la lengua que hablan algunos de sus inolvidables personajes, como la Beba, una tórrida muchacha que pugna entre el deseo que su cuerpo recién madurado provoca en ella misma y en terceros y el sueño del vestido blanco en el casamiento por iglesia.

La burguesía en ascenso, producto de las políticas derivadas de la Segunda Guerra Mundial, es retratada por Barcia en sus expresiones más plebeyas. Hijos de recientes inmigrantes italianos, un pequeño taller de diez operarios los convierte, en su fantasía, en compañeros de Henry Ford.

El padre Silva, de la Iglesia de Santa Lucía, es el sacerdote-guerrero del barrio. En el patio de su parroquia se reúnen los más humildes del barrio, desde allí sale una inefable comparsa de murgueros, carros y caballos hacia la Plaza de Mayo para rescatar a Perón una tarde soleada.

El gallego Manuel, su hermosa María y el padre Silva son, en la mirada del niño que cuenta esta historia, los Tres Mosqueteros de una pequeña epopeya, en un barrio que tenía mucho de pequeña aldea, antes de convertirse en Palermo Hollywood o Palermo Soho, como la tilinguería en uso lo ha bautizado.

No obstante los avatares de la historia argentina, una gran alegría recorre la novela. Contrariamente a esas sombrías películas de don Manuel Antín, ubicadas en los mismos años que la novela, aquí los protagonistas más plebeyos disfrutan de una inmensa alegría vital y sus rivales pitucos son pintados con un trazo misericordioso y cordial. Son, al fin y al cabo, pobres figuras de un drama que se juega muy por encima de sus cabezas.

La novela El Dragón del Sur es una hermosa pintura de aquellos años y de aquellos sueños. Está escrita con soltura y desparpajo. Barcia seguramente se divirtió al hacerlo y transmite ese sentimiento al lector. Cuando los argentinos hemos vuelto a vivir horas de justicia y de patria, una mirada evocativa sobre aquellos años, cuando empezó esta historia, merece una lectura que será, sin duda, placentera y enriquecedora.

Buenos Aires, 27 de marzo de 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario