Por Eric Calcagno La autoría intelectual del proyecto político pertenece, en esencia, al establishment financiero, no a los ejecutores militares |
A veces, pensar en cuarenta años atrás nos retrotrae a los momentos sublimes cuando una generación se encontró frente a frente con la historia, y esa posibilidad de modificar duraderamente las relaciones de fuerza existentes… Cómo no pensar en la exaltación del instante, donde la juventud aparecía como un actor privilegiado entre el movimiento obrero organizado, los partidos políticos populares, la época intelectual misma: “Pensar en revoluciones, hablar de revoluciones, imaginar revoluciones lleva a ser revolucionarios”, escribía Alejo Carpentier, recreando el ámbito del Caribe donde, doscientos años atrás, otras generaciones habían soñado con la regeneración del Siglo de las Luces, y la triunfante Diosa Razón por sobre las pequeñeces humanas. Pero nos sucedió lo abyecto. Junto con la desaparición de las personas apareció la apropiación de la sociedad, el acaparamiento de las ideas, como lo demuestra la mediocre urdiembre en clave conservadora y católica teñida de guerra fría de todo el relato histórico, ese que hace el cimiento de las naciones. Sin esa desaparición, sin esa apropiación, sin ese relato, mal podría la clase dominante local modelo 1976 realizar su programa económico, pensado desde hace tiempo y ejecutado con prolijidad. Aún padecemos sus consecuencias. TODO PREPARADO En 1976 vemos cómo cada sector implicado -civiles, militares, grupos económicos, principales medios de comunicación- cumplía con su función: unos reprimían, otros gobernaban, aquéllos daban sustento ideológico; un grupo manejaba la economía y las finanzas (sobre todo gestionando deuda externa); al tiempo que otros se dedicaron a desarticular los partidos políticos, los sindicatos y las organizaciones sociales. La represión física libraba de obstáculos políticos y sociales a la ejecución del modelo, pensado y preparado desde tiempo atrás. Pero no era una expresión del sadismo de sus ejecutores, sino el cumplimiento de un plan de acción programado. Es lo que vamos a demostrar. Volver al pasado en vez de vivir con lo nuestro implicaba transformar la dinámica económica, social y política existente en esos años, para implantar manu militari un nuevo modo de acumulación “basado en la reprimarización de la producción, la reinserción exportadora y el liderazgo de un reducido conjunto de grupos económicos”. Este plan era de imposible cumplimiento sin una fuerte represión sobre los sectores sociales y económicos afectados. Confluyeron así el despotismo político como marco institucional, el neoliberalismo dominante como teoría económica y la doctrina de la seguridad nacional como instrumento indispensable de infinita coacción. Todo ello, dentro de un modelo único y coherente, en el cual cada uno desempeñaba su función. El resultado fue un régimen que, en su conjunto, cometió delitos de lesa humanidad, que no pueden circunscribirse a las desapariciones, muertes y torturas. Si se evalúa ese proceso con una visión histórica, vemos la enorme relevancia de los actos económicos y sociales, que implantaron ese nuevo modelo global que consagraba la hegemonía del establishment financiero y la desaparición de toda forma democrática en el manejo del Estado; en el plano económico, el régimen se sostuvo por la generación y acumulación de la deuda externa y por la desaparición física tanto de militantes, estudiantes y sindicalistas como de todo grupo contestatario. Los militares fueron los ejecutores de la represión; pero un grupo de civiles fue el autor intelectual del proyecto global, que además tenía componentes económicos, financieros y sociales. El ministro de Economía de ese período, José A. Martínez de Hoz, afirmó que el programa económico anunciado el 2 de abril de 1976, “tuvo la aprobación previa y el consenso de las Fuerzas Armadas que asumieron la responsabilidad del gobierno en medio del caos político, económico y social imperante. Esta convicción explica el hecho, inédito en la Argentina desde hacía mucho tiempo, que, durante cinco años (29 de marzo de 1976 al 29 de marzo de 1981) pudiera existir la continuidad en materia de hombres y de programas, con los periódicos ajustes necesarios, que permitió encarar una transformación económica tan profunda”. Reconoce entonces que el programa económico del establishment económico “tuvo la aprobación previa y el consenso de las Fuerzas Armadas”. Agregaba en julio de 1980: “En estos cuatro años, el gobierno de las Fuerzas Armadas no sólo ha extirpado la subversión terrorista sino que ha oxigenado moralmente nuestra vida económica” (ver Ministerio de Economía, Memoria 29-3-1976 – 29-3-1981, tomo 3, 3ª parte, pág. 733). AUTOR INTELECTUAL La autoría intelectual del proyecto político aplicado entre 1976 y 1983 pertenece en esencia al establishment económico, no a los ejecutores militares. Las medidas económicas adoptadas reproducen el esquema exspuesto en 1969 por quien fue después Secretario de Hacienda del gobierno presidido por el general Jorge R. Videla. Las principales medidas económicas adoptadas de inmediato por el gobierno surgido el 24 de marzo de 1976 fueron las recomendadas por el Dr. Juan E. Alemann: el congelamiento de salarios por tres meses; la eliminación de los controles de precios y la devaluación del tipo de cambio. Los salarios reales cayeron alrededor del 30 por ciento, se disolvió la CGT, se suprimieron las actividades gremiales, el derecho de huelga, las reformas a la ley de contratos de trabajo y las convenciones colectivas salariales. Sin violencia sistemática, el plan económico no podía existir. Después de estas medidas coyunturales de represión, comenzaron los cambios estructurales. En agosto de 1976, la inversión extranjera fue desregulada y el capital extranjero obtuvo los mismos derechos que el capital nacional. A fines de 1976, el tipo de cambio fue unificado, junto con el fin de regulaciones y subsidios a las exportaciones y reducción de los aranceles de importación (con una caída de la protección del 40 por ciento). El 1º de junio de 1977 entró en vigencia la ley de entidades financieras, que le otorgaba al sector “una posición hegemónica en términos de absorción y asignación de recursos” y disminuía la acción del Estado (Mario Rapoport, op. cit., pág. 791). Por ello, pensamos que el recuerdo de los hechos negativos, de los crímenes ocurridos, de los que desvirtuaron el uniforme de la Patria para servir la escasa virtud de la muy civil clase dominante modelo 1976, no es nostalgia sino deber de memoria. Es menester resolverlo en el marco de las instituciones, ya que aún hollamos sus nefastas consecuencias. Al cabo de los años, juzgamos en marco legal a los represores físicos, pero los otros grupos civiles que eran partícipes necesarios, cuando no autores intelectuales de los crímenes de lesa humanidad, no pueden quedar impunes. En una sociedad como la Argentina, donde toda la historia está en juego día a día, ese deber no está hecho de resentimiento ni de encono, sólo de sed de justicia plena y de acción política. Algo que llamamos, a veces, Proyecto Nacional. * Senador Nacional del Frente para la Victoria por la Provincia de Buenos Aires |
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