LA ALEGRÍA PERONISTA

sábado, 15 de enero de 2011

Nosotros y las tetas

Por Marcos Mayer



En los últimos diez años el número de operaciones de cirugía plástica de pechos ha aumentado más de siete veces. Se habló en determinado momento de fiestas en las que se sorteaba entre las damas asistentes una cirugía mamaria. No es anormal que una cumpleañera de quince le pida como regalo a sus padres “unas tetas nuevas” y las estrellas y estrellitas de la farándula local anuncian un ajuste de sus carrocerías delanteras con la misma frecuencia anual con que exigía Tita Merello un papanicolau. La cosa ha crecido al punto de llegar a generar su propia mitología: que un implante de siliconas puede llegar a explotar en pleno vuelo.
Entre nosotros, estas operaciones ocupan el segundo lugar en las preferencias, luego del lifting facial, una coquetería, pero en algunas circunstancias también una necesidad de reparación en caso de accidentes y quemaduras.

Muy lejos en el ranking, pese a la propaganda que le hizo en su momento José Luis Manzano, viene la cirugía de glúteos, por ahora una especialidad de vedetongas, que suelen dejar que Chiche Geblung pruebe en cámara y a mano alzada la calidad y consistencia de sus nuevas realidades traseras. No ocurre lo mismo en Colombia, donde el crecimiento exponencial de la última década en cirugías plásticas pone en pie de igualdad a las reformas en los dos grandes centros erógenos del cuerpo femenino.
Es decir que entre nosotros, así como nos resignamos, no sin cierta tristeza, a un culo desganado no toleramos unas tetas chambonas y chanfleadas y estamos dispuestos a los mayores sacrificios para adecuarlas a cánones de belleza que manejan con destreza y buen marketing los cirujanos plásticos. Me han relatado con asombro el raro paisaje que se da en algunos vestuarios femeninos ante unos pechos rozagantes y turgentes que conviven como pueden con un cuerpo envejecido.

El erotismo vernáculo en su versión mediática debe mucho a la epopeya de los culos que en televisión suelen estar retratados con mirada de proctólogo, como bien señaló alguna vez Jorge Lanata. Y ocurre algo similar en la pose clásica de las vedetongas en las revistas cachondas: culo bien para afuera, levemente inclinadas y dejando ver un atisbo de teta entre los brazos que funcionan como apoyo imprescindible de tan forzada posición.
En la erótica real, los pechos ocupan un lugar más importante y delatan la necesidad de una cantidad creciente de mujeres, que tener un cuerpo a la altura de lo que requieren los nuevos cánones del deseo.

Este aumento de la necesidad de rehacer la propia anatomía, que parece explosivo en tiempos de verano y cuerpos exhibidos tiene su costado terrorista. Las mujeres se sienten más seguras y atractivas si adecuan sus cuerpos y sus prácticas a las exigencias actuales. Hay una constante apelación, sobre todo al público femenino y, desde la voz supuestamente especializada en el deseo que asumen los sexólogos mediáticos, se pide a todos y mayoritariamente a todas que cumplan con un trabajo exigente: el de dar y obtener placer.
El lugar sabihondo de los primeros sexólogos, como el doctor Juan Carlos Kusnetzoff, resultado de una necesaria modernización en la permisividad sexual y cuyas enseñanzas y consejos no distinguían géneros, ha sido desplazado por Alessandra Rampolla, cuyo nombre parece tanto un destino como una promesa. Y su público son casi exclusivamente mujeres, quienes, al seguir sus consejos, siempre dichos con una sonrisa eterna y cómplice, convierten al orgasmo en una técnica pero también en una queja.

Es que el orgasmo se ha transformado en la única garantía de una relación sexual satisfactoria y cada vez que no se llega a ese punto la culpa se instala en la vida erótica de la pareja. Como si no hubiera otras alternativas de placer posible.
Siempre hay una deuda a pagar en la cama, un paso incumplido, una meta no alcanzada. Un hombre no está en condiciones de calificar como tal si no logra estimular el punto G de una chica, una mujer no merece llamarse mujer si no accede a cualquier variante de sexo que se le pida aunque le produzca rechazo o no le resulte grata.
El lecho ya no es, de acuerdo al discurso de estos gurúes contenidamente lascivos, el lugar del placer, sino un lugar donde demostrar habilidades y poner en claro hasta dónde llega la validez y sinceridad del amor, o al menos del deseo declarado.

Entonces se habla hasta el cansancio de orgasmos fingidos y el caballero en cuestión no sabe si prefiere que le mientan, porque no quiere que quede en evidencia que no ha cumplido con sus roles de varón, o que le digan la verdad para que cuando llegue finalmente el éxtasis sea también un explosivo premio a su dedicación. El sexo deja de ser un placer para transformarse en un trabajo. Así como se habla de trabajo de parto podría hablarse de trabajo de coito.

Michel Foucault quiso y logró provocar muchos debates con una afirmación polémica: hablar cada vez más de sexo no era índice de liberación sino una forma de regular sus modos de existencia.
El propio discurso distinguía entre lo que debía y no debía hacerse y, sobre todo, de los modos sanos y enfermos de hacerlo.
En un texto desesperado como lo es el primer tomo de La historia de la sexualidad, Foucault siente la palabra sobre el sexo como una amenaza de control del que sólo escaparían los cuerpos y los placeres, justamente por no poder ser dichos.
Parte de lo que se propone desde el bisturí de los cirujanos plásticos dispuestos a agrandar, achicar, desviar, unir o separar y parte de los consejos de los sexólogos para tratar de garantizar la eficiencia de nuestros afanes eróticos implica el deseo de incorporar los cuerpos y los placeres al mundo regulado del discurso.

2 comentarios:

  1. Que curioso lo que comentas de las viejitas en los vestuarios de chicas sometidas a la gravedad en casi todo el cuerpo. Nunca lo había pensado así.
    Felicidades por la entrada y besos de Lulu

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  2. Exelente post ,creo que la ultima frase describe en parte el fenomeno.

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