LA ALEGRÍA PERONISTA

sábado, 15 de enero de 2011

La melancolía y el culpable.


Por Orlando Barone

Comparaciones | Poeta | Apellido de época | Baaria | El culpable

Se da por sentado que el mes de agosto, en invierno, es en el que más gente se muere. No me ocuparé de consultar estadísticas. Ni de si eso es o no es cierto. Advierto con sorpresa que el día miércoles, había en el diarioLa Nación un sorprendente aumento de avisos fúnebres y que los nombres de dos fallecidos: Isaac (Jack) Cheja y Marta Devoto de Firpo, los más numerosos, sumaron entre ambos cien menciones de condolencias. En tanto las que correspondían a María Elena Walsh fueron 35; tres más que los avisos fúnebres referidos a Ninawa Daher. Apenas una curiosidad social, comparativa y numérica.
Lo cierto es que una poeta acaba de morirse en verano. Y si bien morirse no es nada raro ni singular, lo es cuando se muere un poeta: porque hay pocos y porque entre los pocos hay aún menos. Femenino o masculino, o del género que sea, a la poesía no le importa. Como dice aquel verso legendario de Ugo Foscolo, un italiano igual de legendario:“Los poetas viven, cuando mueren”.

La preciosa crónica de Horacio Verbitsky “Nada personal” en la contratapa de Página /12 nos descubre la larga y callada amistad que hubo entre María Elena Walsh y él, originada en su vecindad barrial, en Ramos Mejía. Verbitsky, incluyéndose en primera persona -estilo que excepcionalmente practica en sus relatos-, nos cuenta su larga relación con la poeta. Invito a que lo lean. No se habla de política.
Es acerca de un encuentro en casa de ella: “…Me contó que solían creerla hermana de Rodolfo Walsh y que asentía sin aclarar la confusión. Cuando nos acordamos habían pasado tres horas. Me pidió que volviera la semana siguiente. Cuando me abrió la puerta llevaba un exótico turbante celeste como sus ojos, que dejó de usar al recuperarse de los estragos del tratamiento. En esos meses de five o´clock tea semanal sólo me crucé con Sara Facio, con quien fue feliz por más de treinta años, y con Gabriela Massuh, la otra amiga admitida en esa fortaleza asediada”.

Claro que no era la hermana de Rodolfo Walsh. Aunque por tamaño pudieran hermanarse. El cuento y el poema sobre Evita que ambos escribieron cada uno en su estilo e ideología sólo los asocia en el tema. Tampoco las sendas cartas que ambos, en aquellos años dirigieron a los generales de la dictadura tuvieron la misma consecuencia. La de Rodolfo Walsh, de temeridad impublicable, le costó su asesinato; la de María Elena la publicó Clarín con repercusión extraordinaria. La muerte no iguala a los muertos. La historia tiene la chance de acomodar y desacomodar los panteones. La una y el otro Walsh tienen resistencia para defenderse de los desacomodos.
No me puedo salir del tono melancólico de este relato. Me niego a “cerrarlo por melancolía”: al contrario, lo abro. Les cuento que fui al cine a ver la película de Giuseppe Tornatore Baaria o Las puertas del viento. No cierren las puertas y dejen que el viento entre.
A algunos degustadores cinéfilos la película les pareció poca; a otros, abusada de lloradera. Mi opinión es otra. Lloré tan vocacional y dignamente como en Cinema Paradiso y sentí que atravesaba los tiempos de Sicilia montado en una melancolía cercana. De aquí nomás, a la vuelta.
María Elena Walsh habría celebrado en esta película la presencia de la niñez como una patria invencible por ninguna otra edad ni patria de mayores. Rodolfo Walsh celebraría el afán de militancia de aquellos campesinos sicilianos.

Hay en Baaria una escena de la muerte que digan ustedes si les cae humana o folletinesca. A algunos fiscales del cine que sospechan mal de las emociones les cayó barata. Es ésta: el padre del protagonista yace moribundo en su catre modesto. El pueblo es pobrísimo; la gente es menos que pobre. El hijo comunista está abriéndose camino en la ciudad, lejos. Se aman. El padre agrava su estado y a su alrededor un cotorreo parental y promiscuo que incluye vecinos y niños, invade con su afecto morboso ese momento extremo. Pero el padre aguanta los estertores. Se duele y aguanta. Parece que revienta pero saca el siguiente respiro. El hijo adulto no llega. Y el bruto siciliano no se muere: resiste. Se muere y no se muere. Hasta que al fin, el hijo llega. Los amontonados en la pieza le dejan paso.
A lo mejor la muerte, que espera, deja de impacientarse. El hijo se inclina en la cama sobre su padre y éste, como si recobrara un hilo de alma ya separada de su cuerpo, le susurra atorado por la muerte: “Te estaba esperando”. Y se muere.
Ya sé, ésta no es una crónica de estío. ¿Y cuál sería esa supuesta e hipotética crónica? Esperen. A lo mejor la próxima.

Mientras tanto va un adelanto: la crónica del abuso acerca del satánico Dr. Duhalde. Es bien de verano. Podría bromear acerca de los peones golondrinas explotados por el trabajo esclavo por empresas agrarias. Y decir que lo único que falta es que exijan les provean para vivir chalecitos con techo de tejas y aire acondicionado. Y que para sus chicos haya guarderías con nutricionista. Y además cobrar el salario con horas extras. O bromear con el periodismo independiente y de investigación que durante el lock out de los patrones gauchescos no se dieron cuenta de los esclavos. Pero sí se daban cuenta de los pobres patrones amenazados por las retenciones.
Por suerte con los patrones de la Sociedad Rural se solidarizaron los hermanos libertarios de la izquierda que se mutila a sí misma la mano izquierda. Y aprovecho a acordarme: y también Duhalde. Que les ofreció sus dos manos. Últimamente ha acentuado su posición hacia la derecha de la derecha. Se siente atraído por un encanto “Magnettico” irresistible. Por eso cualquier cosa mala que pasa ahora es culpa de Duhalde. Se lo merece y se lo busca. Pero tanta maldad planetaria que le atribuyen por ahí lo beneficia, ya que da para admirarlo.
Porque para ser malo-malo hay que ser muy bueno en las maldades. Si no sos Macri. Un malo menor, de cabotaje Barrio Parque.

En el caso de Duhalde, muchos que apoyan al Gobierno acabarán -en su afán de endiablarlo- por banalizar las maldades auténticas de que es responsable. No es necesario imitar a los que desde la oposición enchastran a cualquier funcionario sin más argumentos que una forzada hilación de sospechas y especulaciones aún sin huellas digitales. No hace falta emular el juego sucio del contrario. ¿Para qué? Si el equipo va ganando por las buenas. Por correr en manada detrás de un solo objetivo se arriesga a perder de vista a los otros y al contexto.
Gustavo A.R, profesor de periodismo en Rosario, recapacita acerca de esto y en uno de los frecuentes mensajes privados que me envía me dice:
“Estimado: Creo que la insistencia en responsabilizar de todo lo que ocurre a ese personaje siniestro termina transformándolo en caricatura. Ya en la calle corre un chiste que ante cualquier incidente cotidiano alguien salta y dice algo así como ‘fue Duhalde’ y de esa manera, la seriedad con que debe tratarse su vinculación con lo peor de la política termina en una joda. Así, el hecho de que uno de los implicados en el tráfico de cocaína haya sido funcionario de Duhalde no significa que ‘el doctor’ esté involucrado directamente en ese delito. Si yo mañana mato a una persona, el hecho de que hayas recibido mails míos no implica que vos tengas responsabilidad en el hecho, grosso modo. Título de Clarín: ‘Asesino K de Rosario mantenía vínculos con Barone por correo electrónico’. Por las dudas: nunca he matado y jamás mataré a nadie, quedate tranquilo. No me pongas como ‘correo no deseado’.”

No, profesor Gustavo, al contrario. Si eso pasa, será culpa de Duhalde. Y si no pasa también. El juego va a terminar con el resultado de las urnas. Ahí sí, no solamente Duhalde va a colgar los botines. También los colgarán sus últimos auspiciantes.
En tanto, los sátrapas de la soja y del esclavismo seguirán conspirando.
Sobre todo mintiendo. Son eternos -no como el agua y el aire- sino como la codicia. Usen boina, bombacha y chalina, el folclore argentino sólo los incluye como explotadores y angurrientos. Nunca como héroes gauchescos ni paisanos fraternos. Siguen sin merecerse la tierra que los engorda.


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