LA ALEGRÍA PERONISTA

sábado, 22 de enero de 2011

MÁS ALLÁ DEL MARKETING POLÍTICO


Por Luis Tonelli La inserción global de la Argentina y los dilemas del pasaje del crecimiento a la complejidad del desarrollo


Que la Argentina no está, literalmente, aislada del mundo es un hecho que la misma fuerza de las noticias demuestra. Basten algunos datos concretos: nuestro país debe su prosperidad actual a estar insertado muy fuertemente en el comercio internacional; participa del G-20 que reúne a la crema de los países “globalizados” -aunque su ingreso se produjo comprensiblemente antes de la llegada del kirchnerismo-; ha tenido un protagonismo decisivo en la vida de esa iniciativa regional de Lula que es la Unasur; y hasta preside hoy el G-77 + China, el grupo de países heredero del mítico “no alineados” que tiene como objetivo promover el desarrollo en las actuales condiciones mundiales.

El Gobierno puede, así, presentar un “relato” bastante consistente al que hay que agregarle la presentación de esta inserción mundial como producto de una doble decisión política. Es una decisión soberana del Gobierno que pretende, frente al proceso globalizador, resistir la pérdida de decisión soberana nacional. Y, aun más, pretende aprovecharse de las características que asume ese proceso globalizador -considerado por muchos como irresistible, desnacionalizador y homogenizador por naturaleza- para fortalecer precisamente esa capacidad de decisión del gobierno nacional.

Si la Argentina primero disfrutó y luego padeció la volatibilidad cruel de la globalización financiera, el país logró luego insertarse exitosamente en la globalización comercial, desde que la crisis justificó una enorme devaluación del peso, y especialmente, desde que el mundo comenzó a demandar en cantidad sus productos y sus precios alcanzaron niveles sin precedentes.
Inserción que le permitió, oh sorpresa, desarrollar políticas keynesianas de gasto público y aceleración del consumo, gracias a la constitución de ese santuario contra la globalización financiera que resultó ser el ingreso de agrodólares, a despecho de los índices de riesgo país que exhibían toda la bronca de Wall Street, y que hoy son los más bajos desde la crisis de 2001.

Inserción que ha demostrado su templanza, al superar sin mayores dificultades la ocurrencia de la mayor circunstancia crítica por la que atraviesa el capitalismo desde la Gran Crisis de 1930, hecho notable, ya que nuestra historia económica demuestra su particular vulnerabilidad a las crisis externas. Siempre que se resfriaba el mundo desarrollado, la Argentina sufría una pulmonía.
Y desde esa capacidad de maniobra, y en la búsqueda de esa ampliación, es que el Gobierno anuncia que debe entenderse el viaje presidencial a Kuwait, Qatar y Turquía. Conquistar nuevos mercados para nuestros productos, atraer inversiones directas que no demanden condicionamientos “neoliberales”, construir vínculos políticos con países que también pugnan por tener su lugar bajo el sol. Todo en un mundo que está cambiando en su estructura política, a partir del ascenso de nuevas potencias, como las que integran el BRIC junto a Rusia (China, India y la esperanza brasileña).

Hay, por supuesto, quienes critican de plano el camino elegido por la Argentina después de 2001. Por caso -y comprensiblemente, Domingo Cavallo, que aparece ahora alertando a los países europeos, que están sufriendo del modo más cruel la crisis internacional, que no se les ocurra fugar de la Comunidad Europea para devaluar y seguir el “camino argentino”.

O sea, los puristas que afirman que lo que tiene la Argentina por delante no es una construcción a partir de lo realizado por el kirchnerismo, sino desandar la ruta en la dirección contraria y cambiar de raíz este modelo. Es en este sentido que proporcionan sus propios datos para mostrar una Argentina “aislada”. Aislada de la globalización financiera, aislada de las decisiones de los organismos de crédito internacional, a contrapelo muchas veces de las intenciones de los gobiernos de las grandes potencias y, su plato fuerte, aislada de la inversión directa extranjera (que es el lado flaco del “modelo” imperante).

Pero esta polarización, en la que el Gobierno se muestra fácilmente ganador, sustrae del debate más amplio una discusión que, a su modo, se da en el seno del gobierno nacional y envuelve también a parte de la fragmentada oposición (digamos, a los escasos opositores que se ocupan de estas cosas). Un debate entre quienes consideran que es posible seguir ampliando la inserción en la globalización comercial (y atraer inversiones desde los países emergentes) para resistir la globalización financiera, comandada desde los centros tradicionales de poder, y quienes consideran que la etapa de la globalización comercial pura está agotada y que para poder expandirla se necesita levantar algunas exclusas a la globalización financiera.

Como lo dice Saskia Sassen en su excelente libro Territorio, autoridad y derechos, publicado por la editorial Katz, “las capacidades críticas desarrolladas en etapas anteriores pueden ser fundacionales para sus fases posteriores, siempre y cuando se incorporen a un lógica organizadora nueva, que de hecho las reubica”. No hay así un solo modelo de desarrollo y cada país debe descubrir el “ensamblaje” de elementos económicos, políticos, sociales y culturales que le permiten insertarse exitosamente en un orden mundial.

El dato que obviamente preocupa en términos de estabilidad económica es el de la inflación: como sea, y por lo que sea, la oferta no está a la altura de la alta demanda fogoneada por el Gobierno para seguir creciendo a tasas chinas. Por supuesto, la inflación convierte a la economía en un auto de carrera que acelera y hace chirriar sus ruedas pero sin conseguir la velocidad real.

Aquí hay que entender también la psicología popular, que parece no enterarse de una memoria inflacionaria que debería recordar. Hoy, en general, la gente se siente subida a un auto de competición y no a una carreta que va para atrás, como tantas otras veces. Y esto a pesar de que la mejora en los índices sociales se ha estancado desde hace un par de años, lo que lleva a algunos a hablar cínicamente de que hemos alcanzado “la frontera productiva” y, por lo tanto, a admitir que no podremos sacar a más personas de la pobreza.

Por otra parte, enfrentamos la gran paradoja de nuestras democracias modernas, que al acercarse el momento electoral, en vez de convertirlo en el más propicio para el debate y la discusión del futuro, lo transforman -por obra y gracia de la videopolítica- en un espectáculo mediático donde lo último que un candidato puede intentar es entablar una discusión seria y honesta con sus competidores.

De este modo, el Gobierno cree asegurar su triunfo si demuestra, cueste lo que cueste, que puede mantener un “alto crecimiento”, aunque sea a costa de una alta inflación, con la condición de que parezca mantenerla bajo control. Algo que, aparentemente, puede hacer con relativa facilidad, aunque esa situación le ponga un techo de preferencias electorales no lo suficientemente alto como para salir de la zona donde la posibilidad de una segunda vuelta quede desechada.

Por eso, los opositores tratan de morder al Gobierno por todas partes, tanto para dar la sensación de que “todo está mal” (que es “un quilombo”, en palabras del estadista Eduardo Duhalde) como para tentar a la suerte y encontrar un tema que prenda en la opinión pública y obligue al oficialismo a cometer errores.
La derecha dura, desilusionada con transformar en partido al “movimiento ágrafo-agrario”, ni siquiera puede confiar en el supuesto caso de que la tómbola electoral favorezca a algún candidato opositor. El surco de la continuidad es muy profundo como para que un gobierno elegido por el voto popular pueda cambiar alegremente un camino que está dando sus frutos. Esa derecha apuesta y se entusiasma, como siempre lo ha hecho en la historia argentina, con una crisis terminal que presente excusas para arrasar con todo y empezar de nuevo (causa de nuestra decadencia).

Está en las fuerzas populares y democráticas, entonces, el dilucidar las condiciones estratégicas del progreso. De cómo trascender la fase sencilla del crecimiento y ocuparse de la fase difícil del desarrollo. Una cuestión decisiva a la que deberían estar abocadas las energías nacionales y todos los contendientes que se anotan para llegar a la presidencia. Más allá del tan superficial como ineludible arte del marketing político.

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