LA ALEGRÍA PERONISTA

domingo, 20 de junio de 2010

El fútbol, el negocio y una pared con la historia

POR RICARDO FORSTER

El fútbol, el negocio y una pared con la historia


Ricardo Foster
17-06-2010 /

La pelota con la que se está jugando el mundial de fútbol es una extraña metáfora de la realidad del sistema económico mundial: los jugadores no pueden controlarla, sus movimientos en el aire son indescifrables para los arqueros que suelen encomendarse a los dioses más arcaicos a la hora de intentar atraparla; los delanteros carecen de toda posibilidad de darle una dirección razonable y dejan que la casualidad haga lo suyo. Su velocidad es alucinante haciendo que sólo unos pocos jugadores puedan, pese a todo, controlarla y devolverle al futbol algo de una esencia que parece haberse extraviado entre tantos intereses mezquinos, diseños absurdos, ruidos ensordecedores y equipos que juegan a no perder como sabiendo que cualquier riesgo puede concluir en catástrofe. La mayoría de ellos han elegido la lógica del ajuste, la contención y el conservadurismo creyendo que de ese modo les será posible pasar a la segunda ronda. Los menos, los que todavía están tocados por la magia de un juego maravilloso que se empecina en no quedar atrapado en las telarañas del puro negocio, nos devuelven, con Messi a la cabeza, la fiesta y la alegría que sacuden el cuerpo y el alma cuando al vértigo incontrolable y alucinado de la pelota le ponen belleza y armonía estética. Lo demás lo hace el milagro de la pasión, la locura del fervor futbolero que se entrelaza con los extraños recorridos de los colores patrios. Claro que en nuestro caso en el interior de la memoria futbolera se guarda el cielo y el infierno, el recuerdo exaltado del mundial del ’86 con un Maradona inigualable y, más atrás en el tiempo, ese otro recuerdo de un mundial rodeado de muerte, represión, miedo y falta de libertad que nos ofreció la posibilidad, algo envenenada, de alcanzar por primera vez la tan ansiada copa.

El fútbol no es solamente, como lo definía el genial Dante Panzeri, “la dinámica de lo impensado”, esa ruptura de la lógica y de lo esperado, un más allá de los sistemas y de los cerrojos, el último refugio donde el genio individual se entrama con la fuerza colectiva, sino que es también una elocuente expresión de la sociedad. Todo en él remite a los deseos y las penurias, a las grandilocuencias y las frustraciones, a la exuberancia y a la rapiña, a la lealtad y al engaño, a la belleza deslumbrante y a la tosquedad más extrema, a la riqueza enceguecedora e injusta y a la pobreza franciscana. En él, a través de él, se ponen de manifiesto los valores de una época, sus pretensiones y sus desmesuras, sus sueños locos y la eternización del instante. Es una alquimia de mito y razón, de sentimiento y orden, de geometría y surrealismo, de derroche dispendioso de talento y de ahorro mezquino del capital. Hay un fútbol que nos remite a la infancia, a esos interminables partidos que sólo languidecían cuando huía definitivamente la luz del día y que nos enseñaron las señas de la amistad y la solidaridad junto con el encarnizamiento y la vendetta. Ese fútbol-juego vive en las gambetas improbables e irreproducibles de Messi, del mismo modo que habitó para siempre en las de Maradona. Su tiempo va a destiempo de los cultores del pragmatismo y la eficiencia, de aquellos que contabilizan en el haber de sus ganancias sólo aquello que se transforma en éxito (en ellos impera el reino de la rentabilidad, la calculabilidad del avaro que lo único que quiere es gozar de su riqueza sin importarle el genuino disfrute de lo que desde siempre guarda el futbol para aquellos que simplemente se dejan acariciar por su maravillosa estética). Ese fútbol-juego lucha denodadamente por sobrevivir en estos tiempos del fútbol-capital, intenta acariciar la pelota para colocarla en un ángulo o busca realizar la última gambeta, ese quiebre de la cintura que parece inútil y excesivo pero que guarda la redención por un breve lapso que nos remite al tiempo de la nostalgia, a la maravilla de recobrar, a través de sus increíbles desafíos a las leyes de la física, lo mejor de la historia del fútbol, de una historia que va quedando a contracorriente de la impudicia fenicia de quienes han transformado este deporte de los dioses en un negocio monumental del que muy pocos sacan jugosas e impúdicas ganancias.

2. El fútbol no es sólo la utopía de la infancia recobrada ni tampoco la vivencia de un triunfo inconmensurable, de esos que se convierten en leyenda. Es también un espacio atravesado por el conflicto político y por la puja de intereses contrapuestos; así fue en el pasado y así sigue siendo en el presente cuando podemos comprobar de qué modos tan duros e inclementes se dirimen legitimidades que irradian sobre la pasión de los argentinos. Fuimos testigos de ese litigio cuando se recuperó, para la sociedad y para la televisión pública, la transmisión de los partidos que durante años habían quedado encerrados en el negocio privado del grupo Clarín. Allí lo que se disputó no fue apenas un negocio sino que se evidenció un conflicto más profundo y decisivo que se relacionó directamente con la circulación libre y pública de la palabra y la imagen en un contexto en el que se volvía a discutir alrededor de aquello que había sido clausurado e invisibilizado por la lógica y la práctica de la privatización de casi todas las esferas de la vida social, económica y cultural. La recuperación del futbol se dio en el marco de lo previamente anticipado por la reestatización del sistema jubilatorio y por el extraordinario debate que se desplegó alrededor de una nueva ley de servicios audiovisuales que viniera a reemplazar a la de la dictadura que siguió rigiendo durante los distintos gobiernos de la democracia. Fútbol y desmonopolización se dieron la mano, encontraron sus equivalencias y regresaron sobre el terreno fértil de los orígenes futboleros, aquellos que hay que ir a buscar al barrio, al potrero, a la sociedad de fomento, a la canchita de la esquina, a la vereda y en los suburbios más pobres pero siempre en consonancia con lo público, lo compartido, lo común. Cuando llegó la época del neoliberalismo el fútbol también cayó en el mismo gesto expropiador de lo popular que, como un huracán arrasador, se llevó puesto gran parte del espacio público y de las tramas material simbólicas que le habían dado su fisonomía y su idiosincrasia a nuestra travesía cultural. Algo de lo inconmensurable que aconteció en los días del Bicentenario tiene que ver directamente con la significación del gesto de recuperar el fútbol como bien público y con acceso libre y gratuito. A través de esa medida se contribuyó a desmantelar material y simbólicamente una Argentina negadora de sus memorias de equidad.

No casualmente los mismos que despotricaron contra la decisión gubernamental de devolverle la transmisión del fútbol a la televisión pública, aquellos que se desgarraron las vestimentas denunciando un avance inadmisible sobre la libertad de prensa y de mercado, los mismos que habían montado un negocio fabuloso y multimillonario que mientras los enriqueció exponencialmente fue llevando a la quiebra a gran parte de los clubes, iniciaron una feroz campaña contra Diego Maradona, el ídolo traidor, el plebeyo que se había atrevido a defender lo indefendible contra los dueños verdaderos de la pelota. Sobre ellos cayó como un balde de agua fría aquella formidable frase con la que el pibe de Fiorito se despidió de las canchas: “La pelota no se mancha”. Y Maradona, una vez más y sin ahorrarse sus eternas transgresiones, prefirió seguir la senda de Garrincha y no el camino acomodaticio de Pelé. No casualmente cuando decidió poner a Carlos Tevez lo hizo, entre otras cosas, “porque Carlitos es el jugador del pueblo”, lo mismo que Garrincha había sido “la alegría del pueblo”, esa que transmitió en las canchas y que lo siguió durante toda su vida. Pelé, en cambio, eligió pasarse al bando de los empresarios, de los filisteos del fútbol, de los grandes negociantes y ser parte del establishment. Maradona, como Garrincha y tal vez como Tevez, es de otra madera; constituyen, los tres, el milagro secreto de las devociones populares. Esas que molestan a los periodistas mercachifles y que los llevan a desear el fracaso de la selección al que imaginan coronando anticipatoriamente el fracaso más amplio del Gobierno y de la ley de servicios audiovisuales. Son los buitres que están listos para lanzarse sobre los derrotados, los carroñeros que están a la espera de la caída, los que endiosaron a Maradona y ahora quieren volver a convertirlo en un mendigo o, peor todavía, en un monigote del poder. El fútbol, qué duda cabe, también tiene estas cosas, su deriva por la realidad está salpicada también por estas aguas turbias. Escucharlo a Fernando Niembro durante la transmisión del partido contra Nigeria era escuchar el discurso del resentimiento, ese mismo que buscaba ningunear a la selección resaltando pura y exclusivamente a la figura de Messi y subestimando, una vez más y sin ruborizarse, a Maradona y al equipo. Los buitres están ahí a la espera. Mientras tanto nos preparamos, augurios mediante, para disfrutar la emoción de una pared pacientemente armada desde los tiempos de la Máquina y vuelta a recobrar por la zurda maravillosa del autor del gol antológico, el único, el mágico contra los ingleses y la de su, eso deseamos, inminente sucesor. Una pared construida por lo mejor y más entrañable de nuestro fútbol, ese que se convirtió en pasión popular.

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