Nashelly Ocampo, Ana Alicia Peña
Octavio Rosas-Landa*
UNA RELACIÓN DESCUIDADA
Cada minuto de los pasados seis años, en que Vicente
Fox gobernó México, un mexicano cruzó la frontera con
Estados Unidos para incorporarse, en condiciones de
ilegalidad, inseguridad e indefensión, a la economía estadounidense.
Este flujo migratorio, que se remonta a más
de un siglo atrás, ha originado que la población mexicana
(o de origen mexicano) que reside en ese país ronde los 30
millones de personas, lo que la constituye —hasta hoy— el
más grande flujo migratorio de la historia humana. Pero
esta no es una situación que exclusivamente afecte a los
mexicanos. Durante décadas, millones de latinoamericanos,
asiáticos y africanos han emprendido una diáspora global
hacia Europa, Medio Oriente, Australia, Norteamérica y
todas aquellas regiones en las que el capital se asienta para
extraer recursos naturales (energéticos, hídricos, bióticos,
forestales, mineros, etc.), construir infraestructuras (carreteras,
ferroviarias, aeroportuarias, energéticas), producir
manufacturas, maquinaria, equipos y tecnologías o bien,
para el desarrollo de las economías urbanas «terciarizadas».
La densificación, proliferación y complejización de
cada una de estas actividades de la economía global, así
como todas ellas en conjunto han promovido —directa o
indirectamente— la migración hasta alcanzar la cifra de
más de 200 millones de migrantes internacionales, pero
que superarían fácilmente los mil millones si se suman los
migrantes internos de cada país.
La migración de población no es sólo un fenómeno
económico, político, social y cultural. Tiene además un
componente esencial que no ha sido reflexionado en su
complejidad: la relación existente entre la devastación
ambiental y los procesos migratorios, tanto en el lugar de
salida, en el trayecto, el lugar de llegada y el posible retorno
de los migrantes. El presente artículo tiene como propósito
ofrecer algunas anotaciones metodológicas sobre esta relación
a partir de un trabajo colectivo, interdisciplinario y
crítico de investigación, reflexión y debate, que sirvan para
apoyar las luchas por los derechos sociales y ambientales
de los pueblos y los migrantes, así como despertar un
mayor interés en la reflexión teórica y la acción política
que vuelvan visible esta relación socioambiental fundamental.
Por ello, en principio, consideramos que la crisis
ambiental no sólo debe ser referida al ámbito exterior de
la «naturaleza objetiva», sino también al de la «naturaleza
subjetiva» o interior, con la cual está conectada, y a la relación
entre ambas, como totalidad.
Pero también creemos
que los actuales procesos de migración de población no
ocurren por la mera voluntad de los sujetos involucrados,
* Nashelly Ocampo: Facultad de Economía de la Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM). nashellyo@hotmail.com.
Ana Alicia Peña: Universidad Pedagógica Nacional (UPN), Unidad
Morelos. aliciap68@hotmail.com. Octavio Rosas-Landa: Centro
de Análisis Social, Información y Formación Popular (Casifop).
orr@servidor.unam.mx.
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sino fundamentalmente por la dinámica de descampesinización
forzosa y desarrollo de la gran industria y su
correspondiente reflejo territorial hiperurbanizado, cuyo
motor fundamental es el proceso de acumulación global
de capital. Así, es necesario subrayar que las modernas
migraciones son esencialmente desplazamientos de fuerza de
trabajo para su empleo potencial, en función de los ciclos
económicos de auge, estancamiento y crisis.
LAS FASES DE LA MIGRACIÓN
Y LA DEVASTACIÓN AMBIENTAL
Visto desde la perspectiva de lugar de salida o expulsión,
el proceso migratorio está vinculado con la degradación
de las condiciones ambientales locales de producción y
reproducción (inundaciones, sequías, desertificación, desaparición
o contaminación de sistemas hidrológicos, pérdida
de ecosistemas completos, culturas, lenguas, saberes
tradicionales, locales y ambientales, etc.).
Por ejemplo, la
ruta migratoria del Golfo de México hacia Estados Unidos
se consolidó con los flujos migratorios ocasionados por
el huracán Mitch, que asoló las costas centroamericanas
y caribeñas.
La expulsión de la población local constituye una
pérdida de soberanía laboral y alimentaria, especialmente
si se trata de población campesina e indígena (como ocurre
en México, América Latina y numerosas poblaciones
asiáticas y africanas). Pero también representa una pérdida
de soberanía ambiental, en tanto que la imposición técnica
de métodos, prácticas y dinámicas productivas en el campo
ligadas al uso de «paquetes» como el de la revolución
verde, las semillas «mejoradas» y los transgénicos, han
llevado al empobrecimiento de los suelos, al envenenamiento
y reducción de los acuíferos y así, a la miseria de
la población y a su éxodo forzoso. Esta pérdida se agrava
porque los migrantes se llevan consigo sus saberes y la
habilidad de cuidar y conservar la compleja diversidad
agroecológica con la que históricamente convivían antes
de forzar su salida para buscar su supervivencia en otros
espacios.
El trayecto migratorio acarrea consecuencias ambientales
igualmente serias y algunas apenas perceptibles.
En
México, por ejemplo, se ha estudiado poco la función que
desempeña la construcción de infraestructuras de transporte,
comunicación, etc., como mecanismos para el «vaciamiento»
poblacional del campo y las ciudades. Lo que en países
como México se observa más nítidamente, dada su posición
geográfica de vecindad directa con Estados Unidos, es el
surgimiento de corredores de transmigración que incluyen
toda una «red de servicios» para los migrantes (casas de
cambio, tiendas de conveniencia, hoteles, prostíbulos, bares,
gasolineras, etc.), que alimentan un proceso de urbanización
de los espacios rurales, así como la «calificación» de la fuerza
laboral de los migrantes para adecuarlos a la superexplotación
que les espera como destino: condiciones más extenuantes,
insalubres e inseguras de trabajo, racismo y desarraigo.
Del lado del sujeto migrante, su desplazamiento destruye
progresivamente su capacidad de arraigo, mientras que el
mayor desgaste físico y emocional lo vuelve más vulnerable
y susceptible de control político, laboral, social y cultural,
es decir, que en el trayecto se le enajena al migrante su
naturaleza fisiológica y comunitaria.
La llegada al lugar de trabajo implica, según el sector
o rama económica de empleo, diferentes condiciones de
trabajo y destrucción ambiental interna y externa. Estados
Unidos es el espacio ejemplar de dicha destrucción, reflejada
tanto en los jornaleros agrícolas mexicanos, expuestos
a todo tipo de agroquímicos, desechos tóxicos, jornadas
extenuantes y condiciones de vida contra natura, como
en los migrantes empleados como obreros de la industria
empacadora de alimentos (carnes, embutidos, frutas y verduras
industrializadas, etc.), que sufren ritmos de trabajo
maquinizado tan riesgosos como demenciales, que la han
convertido en la segunda industria más peligrosa de toda
la economía estadounidense.
Y qué decir de los migrantes
empleados del «ambientalmente inocuo» sector servicios
(jardineros, capturistas de datos, cocineros, trabajadores
de limpieza), cuyas actividades se realizan en un verdadero
régimen carcelario donde se incluyen riesgos ambientales
como su hacinamiento en espacios urbanos hiperdegradados
que no tienen nada que envidiar a las ciudades miseria
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del Tercer Mundo, combinados con la miseria ambiental
producida por las «ciudades globales».
El retorno de los migrantes a su tierra supone, como
ocurre por ejemplo en México, la adopción de prácticas
productivas y sociales degradadas (urbanización de las comunidades
rurales, cambios en los usos de suelo, abandono de
las prácticas y saberes locales y ambientales tradicionales que
ayudaban a conservar las condiciones del medio natural),
adquiridas muchas de ellas en el territorio de inmigración
(como son los consumos nocivos de drogas, alimentos,
medios de comunicación y transporte, plásticos) que se
manifiestan en una socialidad decadente, homogeneizada,
mediatizada y autodestructiva desligada ya de su identidad
originaria, por cuanto los migrantes mismos se vuelven
promotores de dichas prácticas en sus lugares de origen.
Pero también, las remesas de los migrantes han servido en
algunos casos, para estimular el abandono de las prácticas
comunitarias (como el trabajo colectivo) y la promoción de
toda una cultura de autoexplotación domiciliaria a partir
de la incorporación de los campesinos en actividades de
maquila.
A inicios de 2006, los migrantes mexicanos, como otros
grupos de migrantes en Europa hicieron sentir su hartazgo
respecto de las injusticias sociales que sufren cotidiana y
extraordinariamente, cada vez que se los vuelve chivos
expiatorios de la clase política y empresarial. Sus demandas
han incluido, entre otras, el respeto a sus derechos civiles,
laborales y sociales. La incorporación de sus derechos ambientales
como demanda general del movimiento social es
también prioritaria.
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SASSEN, Saskia (1988), The mobility of labor and capital: A study
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