LA ALEGRÍA PERONISTA

lunes, 28 de octubre de 2013

Sudamérica en el espejo de su historia



CELAC 2012
Es cierto que a nuestras espaldas tenemos una historia, una historia real acontecida. Pero también es cierto que cada presente resignifica o incluso genera nuevas condiciones de recepción de esa historia. Eso supone que han ido cambiando nuestras percepciones del pasado, incluso nuestra relación con esto que genéricamente llamamos América latina. De ningún modo, la América latina de los años ’40 o ’50 se pareció a la América latina de los años ’90, pero tampoco la del ’60 o ’70 se pareció estrictamente a la de tres décadas atrás. Cada generación, cada momento histórico, se enfrenta a la necesidad de dar cuenta, de repensar, de interrogar aquello que, habiendo quedado en el pasado, habita profundamente la vida del presente. El pasado, aunque no lo sepamos, está adelante nuestro.
Con esto quiero decir que algo muy importante, algo que tiene la dimensión de lo que rompe cierta monotonía de la historia, vino a suceder en la última década. Incluso podría decir que hubo un adelantado –Hugo Chávez– que, al final de una década ominosa para nuestro continente, comenzó a recorrer un camino que después se iba a encontrar con las experiencias de Lula, de Kirchner, de Evo, de Correa, de la prolongación en Cristina, de Mujica, la experiencia fallida de Lugo en el Paraguay. Hoy estamos ubicados en un lugar diferente, podemos mirar de otra manera Suramérica, su capacidad de resistencia cultural, sus escrituras, sus reflexiones, que mantuvieron la idea de América latina y de un proyecto emancipador, buscando sus raíces en los grandes constructores, de Bolívar a Mariátegui. Seguramente, la América latina de los ’90 se nos había disuelto de las manos, un continente de la derrota, de la confusión, que atravesaba la época más perversa de lo que sería su transformación en la tierra más desigual del planeta. Es decir, desde principios de los ’70, cuando vino el golpe contra Salvador Allende, y también previamente en Brasil, América latina entró en su momento más oscuro de la historia que no fue sólo un momento signado por el cambio de matriz económica, por el cambio que se operaba en el interior de la acumulación del capital, también fue un profundo cambio en la trama discursiva, en el orden de la cultura, en nuestra representación de la realidad, ya que aquello que tiene que ver con lo que nos rodea y nos constituye se va modificando cuando nosotros también cambiamos y cuando se modifican las condiciones de nuestra representación del mundo. Nunca hay que subestimar la batalla por el sentido común. En los ’90 fue ampliamente ganada por el neoliberalismo.
Para que alguien haya pensado, sin avergonzarse ni avergonzar a un amplio sector de la sociedad, la idea grotesca de las relaciones carnales, algo terrible tenía que estar sucediendo en ese contexto epocal en el que tantas cosas se habían extraviado. Pero, y esto los que ya tienen una vida recorrida lo saben muy bien, el lugar de América latina en términos de la historia contemporánea fue cambiando a lo largo del tiempo. No es la misma la percepción que se tiene de la experiencia latinoamericana en el momento de la Revolución Cubana o en el momento de la gran esperanza que son los años ’60, cuando América latina y el tercer mundo eran la historia en movimiento, eran el futuro realizándose en el presente, y Europa y en todo caso Estados Unidos eran el pasado que seguía acechando pero que representaba en verdad lo antiguo, lo que ya no podía expresar los sueños de emancipación, de libertad y de igualdad. América latina era el nombre propio de toda una experiencia extraordinaria, potente, que generó que una multitud de hombres y mujeres de toda la región supiesen que la historia pasaba por este continente, tierras calientes que a su vez heredaban las luchas emancipadoras del siglo XIX. Quizás, después de mucho tiempo, podemos reconocer que el punto de partida de ese sueño libertario comenzó en la zona más castigada de la historia latinoamericana, esa isla azotada por todos los pesares y males que se llama Haití, cuando allí, al final del siglo XVIII y comienzo del siglo XIX, mucho antes que el resto de los países, los débiles entre los débiles, los esclavos, los negros de la historia, iniciaron un camino de independencia que después iba a ser triturada por el poder salvaje y revanchista francés que capturó la independencia haitiana y convirtió a esa independencia en una terrible deuda que el pueblo haitiano recién terminó de pagar en 1947. Yo no sabía, pero leyendo hace poco unos documentos, me enteré que uno de los que participaron en una comisión francesa, creo que en 2005 o 2006, para discutir si le devolvían algo de lo que le habían sacado a Haití, fue Regis Debray. Fíjense ustedes la lógica perversa del mal: los esclavos liberados por la lucha de los propios esclavos contra sus amos, tuvieron que pagar su propia libertad a lo largo de más de un siglo. Y entonces, claro, los buenos franceses refinados, cultos y educados, todos resistentes, como nos enseñaron, durante la Segunda Guerra Mundial hasta que nos dimos cuenta de que la mayoría era todo lo contrario; los franceses, decía, formaron una comisión para ver si indemnizaban al pueblo haitiano, hambriento entre los hambrientos, sometido por las penurias, incluyendo la dictadura sanguinaria de los Duvalier; y allí, entre la comisión que rechazó la reparación económica a Haití estuvo Debray, muchos lo conocerán, fue un intelectual de izquierda importante que estuvo preso algún tiempo en Bolivia, contemporáneo de la gesta del Che Guevara, que ha representado la visión en metamorfosis de los progresismos europeos respecto de América latina.
¿Qué quiero decir con esto? Para el Debray de los años ’60, América latina era la promesa, era la oportunidad, era el sitio donde se construía el sueño de la transformación del mundo. En cambio, para el Debray ya asociado al giro neoliberal de la socialdemocracia francesa, América latina pasa a ser un escombro de su propia historia, un lugar desechable que ya no representa esa virtud sino que es el atraso, la barbarie, la incapacidad de construirse. Incluso recuerdo que por el año ’76, mi primer lugar de salida de la Argentina fue un país europeo y recuerdo que todavía la llegada de los latinoamericanos tenía un aura mítica. Estaba la solidaridad desbordante de los jóvenes europeos que aún tenían en sus habitaciones los afiches del Che. Eso iba a cambiar al poco tiempo, pero es cierto que todavía en medio del horror y de las dictaduras suramericanas, en Europa hubo una corriente de solidaridad que trataba de pensar América latina bajo la irradiación de la Revolución Cubana, bajo la irradiación de procesos de transformación social. Pero con el paso del tiempo, con el triunfo de las políticas neoconservadoras, con la llegada de Thatcher en Inglaterra, Reagan en Estados Unidos y el avance de una profunda transformación económico-cultural-política –que se da desde el centro y que va inundando después la periferia–, América latina se convirtió en el vertedero de la historia, en un desecho, en el lugar del mal, en el lugar de los narcotraficantes, de los indocumentados. Parias, volvimos a convertirnos en los parias, en los habitantes de la noche, en ese continente donde nada se había podido realizar, en un lugar eternamente inconcluso atravesado por lenguas que no podían escapar a su propia noche salvaje y bárbara.
América latina tuvo que atravesar lo que se convertiría en el gran laboratorio del neoliberalismo de las últimas décadas del siglo pasado. La Argentina fue quizás el lugar más exquisito, el lugar más fino de esa experimentación que tuvo como núcleo central la desestructuración de un país, de una sociedad, de una economía pero también operó en la transformación de la lengua, de nuestros núcleos culturales y simbólicos, porque cuando cambia una sociedad, cuando se transforman las estructuras que no son sólo económicas y se produce una contrarrevolución profunda, lo que también muta es nuestra representación del presente e inmediatamente del pasado. Decía Walter Benjamin que no hay pasado sin presente que lo interrogue críticamente, sin que lo cite en la urgencia de su propia época; y en la década del noventa la interrogación respecto del pasado latinoamericano estaba dominada por la derrota, por la regresión, por el retroceso. Bajo una paradoja, porque tuvimos una doble derrota: tuvimos la derrota de las dictaduras, tremenda derrota que se cebó sobre los cuerpos que ya anticipaba en parte la necesidad de revisar nuestras tradiciones político-intelectuales. Las dictaduras fueron un tiempo tremendo que a su vez anticiparon en América latina lo que inmediatamente después iba a acontecer en términos ideológico políticos en otra parte del mundo, que sería la segunda forma de la derrota: la crisis de las izquierdas, la crisis del marxismo, la crisis también de los grandes movimientos de liberación nacional, esa esperanza que se dio también en Asia y África en un momento clave, el sudeste asiático y la lucha heroica de Vietnam, de Camboya, de Laos, de los movimientos de liberación nacional en Angola, en Mozambique, en el Congo Belga que terminaron muchos de ellos en forma de regresión social muy profunda. Todo eso tuvimos que volver a interrogarlo porque implicaba volver a pensar América latina, volver a recuperar una sensibilidad crítica para interpretar nuestra región. Un regreso complejo que se inició con la recuperación de la democracia después de la noche de la dictadura. La democracia argentina anticipando lo que iba a ser el proceso democrático en todos los países del Cono Sur. Entramos en una escisión tremenda que marcó a fuego la historia del ’83 a 2003, que es el momento que, comenzando la democracia, iniciamos un reconocimiento del Estado de derecho del que habíamos carecido. En las décadas del ’60-’70 nuestro paradigma dominante era el paradigma de la revolución, tomar el cielo por asalto, cambiar la vida, transformar las estructuras y la democracia iba a ser la democracia popular, la soberanía del pueblo, la democracia de los fraternos, iba a ser el producto de las transformaciones sociales revolucionarias y más bien mirábamos con sospecha, con enorme sospecha el Estado burgués, la democracia burguesa.
Con la dictadura, con el horror de las dictaduras, aprendimos a mirar de otra manera el Estado de derecho, las libertades públicas, la democracia; pero también entramos en una zona de mitificación de la democracia, es decir, en el mismo momento que descubríamos el valor fundamental de la democracia y hacíamos una experiencia muy intensa de aquello que siempre había estado en crisis, fuimos viendo cómo se iba escindiendo lo social de lo democrático. Se avanzaba en las libertades públicas aunque a veces había pequeños retrocesos, avanzábamos en algo fundamental que es la consolidación de un espacio democrático pero dejábamos a la democracia en un lugar intocado, casi mitológico, y por otro lado aceptábamos que entrábamos en una época del mundo en la que la cuestión de lo social, la cuestión de la igualdad, la cuestión de la distribución de la renta iban a quedar cada vez más confinadas a los libros de historia. Entramos casi sin darnos cuenta en la renuncia de la transformación social de la vida latinoamericana por haber pagado el precio de recuperar la democracia después de los años de la dictadura. Y se produjo esa terrible escisión que estuvo ligada también al proceso que terminó con la caída del Muro de Berlín, no porque el socialismo soviético tuviera algo que ofrecerle al mundo todavía, pero si no porque el contexto incluso simbólico del enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética abría caminos intermedios que luego serían clausurados. La hegemonía del capitalismo neoliberal ocupó de una manera brutal el tramo final del siglo pasado y el comienzo de este.
Bajo la premisa de que ya era inimaginable pensar la sociedad desde el paradigma derrotado de la igualdad, podíamos, sin embargo, ser políticamente correctos, incluso luchar por una república virtuosa, pelear por las instituciones y acusar al gobierno –en ese tiempo el de Menem– no por neoliberal sino por debilitar a la república. La crítica que movilizó el progresismo de los años ’90 fue semejante, paradojalmente, a la que hoy sigue sosteniendo: nada de tumbar la estructura económica, nada de tocar una matriz que llevaba a la desolación social, nada de poner en cuestión una hegemonía y un orden mundial ni un modo de reducir la política a un consenso vacío o a ser absorbida por el discurso mediático, sino reivindicar la supuesta y virtuosa república que alguna vez extraviamos después del primer centenario. No importó la extranjerización de la economía, la fragmentación social, la desocupación masiva. A los demócratas-republicanos de los ’90 no parecía angustiarlos. Lo que los angustiaba era la falta de calidad institucional. Digo esto porque siempre es bueno, en la discusión sobre América latina, que es una discusión fundamental, ver cómo volvemos a cruzar la tradición rousseauniana, jacobina, democrática popular con la tradición republicana liberal que, en un punto, están allí en permanente discusión a la hora de interrogar por nuestras democracias y sus problemas. Un debate no saldado, pero imprescindible, entre dos tradiciones que, por lo general, han caminado por sendas paralelas.
Hoy estamos en un momento extraordinariamente crítico y fecundo y, al mismo tiempo, en un momento de enormes riesgos. Esta es una hora dramática de la Argentina, de la unidad latinoamericana. Cada uno de los eslabones que constituyen esta actualidad es fundamental. Si se pierde uno solo de ellos, la debilidad avanzará sobre el resto. Sudamérica va a contracorriente de la hegemonía mundial, y esto hay que señalarlo también, somos una suerte de extrañeza, una cosa un tanto loca que está aconteciendo en la periferia: el hecho de ser portadores de una locura política que ya no transita por el resto del mundo no deja de ser, para nosotros, un enorme desafío. Los holandeses acaban de decretar el fin del Estado de bienestar, España no sabe cómo salir del abismo, los griegos están viendo anonadados cómo crece el neonazismo, Italia deja que los pobres entre los pobres se ahoguen en el Mediterráneo, y así vamos viendo sociedades atónitas respecto de su propia historia. En nuestra región volvemos a recuperar, bajo nuevas premisas, tradiciones, políticas, ideas, libros, experiencias que cobran una nueva significación.
Hace poco tuve la oportunidad de tener una larga conversación con Rafael Correa en el marco de una entrevista; en ella me decía, en una frase muy contundente, que a veces el azar juega de una manera única en la historia y en la América latina contemporánea el azar generó que confluyeran en el mismo momento líderes de una estatura extraordinaria. Él nombró a Hugo Chávez, a Néstor Kirchner y a Lula, diciendo: “Bueno, algo pasó, esto no estaba escrito previamente, no hay una causalidad, una necesariedad del movimiento de la historia, hay azar”; porque más bien la historia suele moverse bajo el ritmo de la barbarie y, cada tanto, algunos la interrumpen. Pero, agregó Correa, para eso hace falta la conjunción de una voluntad tremenda como fue la voluntad de cada uno de estos personajes decisivos de nuestra historia. Claro que también hace falta que los pueblos, lo más profundo de las tradiciones populares, se encuentren con ese llamado de una nueva oportunidad. Ese llamado, cuanto más arriesga, cuanto más pone en juego, cuanto más fuerte implica despegar un proceso de transformación, más riesgos atraviesa. Los riesgos son parte de la apuesta, los riesgos son parte de este momento y eso hay que vivirlo tal cual es para no vivir en estado de angustia o de pesimismo.
Es muy importante discutir críticamente nuestra propia mirada, pensarnos sin concesiones, discutir nuestras políticas, nuestras maneras de pensar la historia, también nuestras derrotas y nuestros fracasos porque de esas derrotas y de esos fracasos podemos sacar muchísimas enseñanzas. Aunque bajo la premisa de que el único tiempo que se habita, que salva al pasado, es el presente; ya que cuando el presente cae en manos de los dominadores, también el pasado se esfuma y se convierte en un relato en el que los oprimidos ya no tienen ninguna injerencia. Por eso nuestra obligación no es sólo con las generaciones futuras, que serán constructoras de su paso por la historia, nuestra responsabilidad fundamental, fíjense qué paradoja, es con el pasado porque si no somos capaces de salvar la memoria de todos aquellos que soñaron una América latina libre y emancipada, seguramente eso significará que hemos perdido el presente.

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