LA ALEGRÍA PERONISTA

sábado, 31 de marzo de 2012

De la noche de la dictadura a la Plaza de los jóvenes



Más de tres décadas nos separan del comienzo de la noche dictatorial, de ese tiempo dominado por los heraldos de la muerte en un país en el que se fueron preparando con precisión homicida (y no sólo, como se intentó simplificar durante años, desde la trama militar) las condiciones para la realización de una barbarie inédita que dejó, en el cuerpo y en la memoria social, una herida profunda que, si bien todavía no ha cicatrizado y quizá nunca lo haga por la inmensidad del daño infligido, sí nos encuentra, en tanto momento histórico surcado por un entusiasmo que creíamos perdido, recogiendo de otro modo y vivenciando con otras sensaciones la llegada de cada 24 de marzo en el que la memoria no puede dejar de hacer su trabajo redefiniendo, desde la actualidad, lo que ese pasado significó y sigue significando en el interior de una sociedad en la que muchas cosas permanecen en disputa.
La multitud que recorrió las calles céntricas para desbordar sobre la Plaza de Mayo el último sábado lo hizo con espíritu rememorativo pero también asumiendo la necesidad de revisar lo acontecido aquel fatídico marzo del ’76 extendiendo su mirada más allá de los genocidas militares que hoy están siendo juzgados para interrogarse por aquellas otras complicidades tanto tiempo disimuladas, silenciadas, ocultadas o simplemente negadas que involucraron a las grandes corporaciones económicas, a la jerarquía de la Iglesia Católica y a los principales medios de comunicación. Día de recuerdo y de reivindicación en el que los actores principales, casi excluyentes, fueron los jóvenes, los actuales portadores de las antiguas y siempre recurrentes tradiciones emancipatorias que supieron hacer suya una fecha del horror para transformarla en un nunca más que incorpora, hoy, la infatigable búsqueda de un país mejor. Como si esa fecha maldita pudiera, en parte, ser transfigurada por las nuevas formas del entusiasmo y la participación que han venido a desmentir el falso “triunfo” de la noche horrorosa que los esbirros del poder creyeron imponerle de una vez y para siempre al conjunto de la sociedad argentina. Los jóvenes, habitantes espontáneos y sin prejuicios de la vida democrática, reconstruyen los delicados hilos que los reconducen hacia otra generación sabiendo, sin embargo, que no se trata de la repetición ni de la nostalgia por ya no ser lo que aquellos otros jóvenes eran en los años setenta. Saben, lo sienten en sus cuerpos y en su inteligencia, que cada generación se enfrenta a sus propios desafíos y lo hace con su lenguaje y su manera de estar en el mundo. Pero también saben que los eslabonamientos generacionales, las transferencias de experiencias, lo que se guarda como tesoros en las canteras de la memoria popular, constituyen una parte indispensable a la hora de comprender mejor sus propias prácticas y sus propias vicisitudes históricas. Por eso cada 24 de marzo algo termina y algo comienza. Es la memoria del horror y la potencia de lo nuevo que se abre como oportunidad de emancipación. Los jóvenes, de a miles, lo intuyen y lo saben. Por eso se derramaron, festivos y desafiantes, hacia la Plaza de Mayo llevando todas sus banderas y todas sus interminables discusiones.
Pero en aquellos años opresivos y oscuros también se tejió un manto que cubrió gran parte de la sociedad, un manto cuyos hilos principales fueron la indiferencia, la complicidad, las nuevas prácticas de una inmoralidad entramada con el crecimiento de la desconfianza hacia el otro y de la impunidad de los poderosos. Mientras los perros de la noche hacían su trabajo asesino desplegando una lógica del terror que dejó sus marcas indelebles entre los argentinos, una gran parte de esa misma sociedad se lanzó a la histeria banal del “déme dos”, de esa “plata dulce” que sirvió para ocultar los rostros de la violencia, la absoluta brutalidad del poder que supo, con astucia, comprar el alma de muchos que, de diversos modos, se convirtieron en cómplices de un sistemático proyecto de aniquilación de cuerpos y de ideas. De un proyecto que dibujó el destino del país en las siguientes décadas y del que recién en los últimos años comenzamos a salir sabiendo que, en estratos profundos de nuestro país, siguen perviviendo las marcas de la infamia. El camino de la reparación, el que inició Néstor Kirchner con aquella orden convertida en un gesto simbólicamente decisivo que no sólo descolgó el cuadro del maldito Videla sino que alivió el terror que todavía, como decía León Rozitchner, se anidaba en los cuerpos, implica ampliar la comprensión de lo que significó el golpe cívico-militar como un intento de clausurar, de una vez y para siempre, la posibilidad de construir un país más justo. Se trata de indagar por aquello que Eduardo Basualdo llama “el revanchismo de las clases dominantes” contra los derechos y las conquistas de los trabajadores. La dictadura movilizó su estructura criminal para satisfacer esa sed de revanchismo que, como proyecto económico, se empezó a quebrar recién en diciembre de 2001 y, de un modo más claro y contundente, cuando llegó Kirchner al gobierno en mayo de 2003.
La memoria, aunque intentemos silenciarla o reprimirla, hace su trabajo y, cada tanto, nos recuerda lo que nos aconteció, los olvidos que intentan esconder, en las cavernas más profundas de nuestras conciencias, las heridas traumáticas, aquellas que siguen allí señalando las deudas impagas, las tachaduras infames, los fantasmas que nos siguen habitando. Los desaparecidos, el horror de la ESMA y de los otros campos, la plata dulce mientras se saqueaba el país, se lo desindustrializaba, se extranjerizaba su economía y se abrían las compuertas para la hegemonía del capitalismo financiero, la fiesta trasnochada encabezada por un general borracho que convirtió en gesta nacional la aventura malvinera, la burla de Semana Santa, las leyes de impunidad, el delirio hiperinflacionario que se tragó al gobierno ya devaluado de Alfonsín, hasta llegar a los noventa menemistas, años en los que terminó de agujerearse el alma de muchos argentinos fascinados ante la apertura de las nuevas orgías consumistas, aquellas que surgieron de la convertibilidad y de los aperturismos neoliberales y que, en su comienzo, fueron diseñadas por la espada económica implacable, en su propia brutalidad para el despojo y la rapiña, de la dictadura que fue José Alfredo Martínez de Hoz. La del endeudamiento carnavalesco entramado con la sistemática destrucción de los restos de un país industrial. La de la proliferación de un gigantesco ejército de nuevos desocupados, que volvió a multiplicarse como daño profundo del tejido social y de los imaginarios culturales a través del fracaso de la Alianza que apuró el desprestigio de la clase política afianzando los rasgos, nunca disueltos, del antipoliticismo de vastos sectores medios que culminaron en las jornadas de diciembre de 2001 y en la equívoca consigna “Que se vayan todos”.
De la brutalidad militar a la banalidad de un amplio sector de la clase política dispuesta, en muchos de sus referentes, a culminar el trabajo destructivo de la dictadura, a multiplicar las formas de la impunidad y de la corrupción, a realizar efectivamente aquello que desde siempre habitó el imaginario popular: que la política y los políticos tienen su hogar en los tribunales, que sus prácticas fueron, son y serán propias de delincuentes de guante blanco. Aquello que estuvo en el núcleo del discurso militar, la despolitización de la sociedad, la homologación de política y criminalidad, terminó por volverse parte de la escena nacional desde los tiempos menemistas, aunque fue anticipada por la gigantesca desilusión que se desplegó sobre los jóvenes de aquellos años ’80 después de Semana Santa y del estallido de la hiperinflación que terminó por desfondar la promesa democrática suscitada por el primer Alfonsín. Un antiguo hilo, a veces delgado e invisible, otras grueso y evidente, viene recorriendo el tejido argentino desde la lejanía del Primer Centenario; un hilo que fue dibujando en la conciencia de la sociedad la imagen de la política como lo espurio y contaminado, como el centro a disolver de los males nacionales. Quienes principalmente se dejaron seducir por ese discurso fueron y son las clases medias, tan fascinadas por el poder real (el que hoy representan las corporaciones económicas y los empresarios como estrellas de la época) y tan inclinadas a la autoconmiseración virtuosa. Es por eso que, a caballo de lo que viene aconteciendo en la sociedad argentina desde la llegada inesperada de Kirchner, el último 24 de marzo expresó lo que de antagónico se ofrece en nuestra actualidad en relación a ese reflejo cualunquista siempre listo para ser activado por los grandes medios de comunicación (correas fundamentales de ese sentimiento reaccionario).
Fuimos testigos y víctimas, desde distintas experiencias individuales y colectivas, del trabajo sistemático que, comenzando con el terror y la violencia que se cebó en los cuerpos durante la dictadura y que luego buscó otras formas del miedo y la brutalización –la hiperinflación, el chantaje de la convertibilidad, la pobreza que se iba comiendo a franjas cada vez más amplias de la población, las inéditas formas de una neobarbarie massmediática–, logró multiplicar hasta el hartazgo los lenguajes de la antipolítica de la mano de la hegemonía neoliberal. El sentido común encontró en las escrituras antipolíticas, escrituras que venían de lejos, el núcleo de su visión del mundo y de su decisiva inclinación hacia aquellas prácticas que se mostraban antagónicas a la política. Se inauguró el tiempo de los empresarios exitosos como representantes de los deseos virtuosos de las clases medias. Parábola ideológica a través de la cual el sistema económico logró invisibilizar su responsabilidad en la reproducción de las injusticias y las desigualdades transfiriéndosela enteramente al mundo de la política.
Tuvo que pasar mucha agua envenenada bajo el puente de la vida argentina para que, en el recodo de un camino que no sabíamos hacia dónde nos llevaría, apareciera una figura proveniente del ignoto sur patagónico portando, con tozudez, la voluntad de reconstruir la lengua política tan envilecida.
Hoy, cuando tantas cosas han cambiado y el 24 de marzo se ofrece como el símbolo de lo nuevo, seguimos asistiendo al esfuerzo (ampliamente potenciado por los grupos corporativos mediáticos), iniciado por la dictadura, que busca tragarse de un bocado lo mejor e insustituible de la política, sus tradiciones indispensables a la hora de forjar un destino compartido y de reconocernos en el interior de biografías políticas que, lejos de los lenguajes massmediáticos de época, nos recuerdan que hubo otros modos y otros sueños, que lo mejor de nosotros se guarda en esos intentos, aunque fallidos, por intentar realizar un país afirmado en la libertad y la igualdad. Insistir pura y exclusivamente con “denunciar” las prácticas corruptas de muchos políticos, convertir a esas denuncias en ejes de la información que satura medios gráficos y audiovisuales, es continuar por el camino inaugurado aquel 24 de marzo de 1976, un camino en el que el universo complejo y conflictivo de la política fue convertido en manifestación de lo peor. No existe ninguna utópica “república perdida” a la que tengamos que ir a buscar la virtud que supuestamente nos expropió una política de corte populista. Esa república, y su nombre exaltado, ha sido la excusa utilizada por las clases dominantes para adueñarse, una y otra vez, del poder.
No se trata, obviamente, de callar las responsabilidades, de sortear la evidente complicidad de amplios sectores de la clase política a la hora de profundizar los males argentinos; tampoco es cuestión de eludir la impostergable tarea de indagar bien a fondo y sin complacencias lo que nos aconteció como sociedad, lo que hemos sabido construir y destruir, las hondas complicidades con lo peor de nosotros mismos. Del mismo modo que es fundamental quebrar la tendencia tan argentina de poner la responsabilidad de nuestras acciones u omisiones fuera de nosotros, buscando siempre un chivo emisario disponible para borrar nuestras miserias y nuestras bajezas. Junto a todo eso es necesario, tal vez impostergable, preguntarnos por el destino de la práctica política, indagar por las consecuencias de su envilecimiento, interrogar por el papel hegemónico de lenguajes mediáticos que han contribuido a nuestra bancarrota en el más amplio sentido de la palabra. Dicho de un modo más directo: desconfiar de las campañas moralizadoras encabezadas por esos mismos medios y personajes que contribuyeron decididamente a destituir la posibilidad de hacer de nuestro país un lugar capaz de suturar sus desgarraduras sin traicionar la memoria y sin olvidar las responsabilidades y los responsables de tanta miseria. Pensar el futuro como escenario de una sociedad que recupere sus esperanzas es, ineludiblemente, refundar la política como el único ámbito para una genuina construcción democrática, un espacio capaz de procesar sus conflictos y de inventar, cotidianamente, una gramática de la igualdad y la libertad. Destituyendo esa dimensión de la política, reduciéndola simplemente al engranaje judicial de la mano de su transformación en espectáculo mediático, es alejarnos, como sociedad, de un futuro en el que se pueda comenzar a pagar algunas de las deudas que todavía tenemos, deudas que nos recuerdan lo mucho e indispensable que queda por hacer de cara a la construcción de un país más justo. Este 24 de marzo los jóvenes les dieron una contundente respuesta a los herederos de la dictadura.

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