LA ALEGRÍA PERONISTA

viernes, 16 de marzo de 2012

Banco Central, antisemitismo y herencia genética




En el horizonte actual de la más absoluta libertad de expresión, esa que se ha desarrollado a lo largo de estas decisivas y complejas décadas de recuperación democrática, podemos ver de qué modo se suceden y multiplican diferentes intervenciones en las que se discute, desde las más diversas posturas políticas e ideológicas, todo lo significativo que acontece entre nosotros. Incluso proliferan textos en los que la diatriba, la descalificación y la lógica del prejuicio se entremezclan con otros que buscan habilitar discusiones serias en un momento históricamente decisivo para la vida de los argentinos. Quizás una de las diferencias principales con la década del ’90 gire en torno a la significación de las palabras y de las ideas que se vuelcan en el espacio público a través de los medios de comunicación. Mientras que en aquella década de la frivolidad y la insustancialidad nada adquiría relevancia ni espesor en un interminable juego de vaciamiento del lenguaje que corría parejo con la desresponsabilización de quien decía o escribía tal o cual cosa, en nuestro presente redescubrimos la vitalidad, la importancia y la densidad del lenguaje y de las ideas que, como no podía ser de otra manera, están en litigio en el interior de la democracia y constituyen una parte sustantiva de la disputa política que, desde hace unos años, atraviesa de lado a lado la realidad nacional. Y eso, insisto, es algo bueno para la propia recreación democrática mientras no se transgredan ciertos límites que, de manera aviesa, guardan la memoria de la infamia.
Tres artículos antagónicos, en sus tonos y en sus estrategias discursivas, me permiten descubrir lo que está en disputa en nuestro país y lo hacen, de ahí su significación, sin eludir la carga ideológica de la que son portadores como si, una vez más, pudiéramos ser testigos y parte del extraordinario proceso de repolitización de la sociedad, eje profundo y decisivo, del giro producido por la irrupción inesperada de Néstor Kirchner en un lejano 25 de mayo de 2003 cuando nada era predecible salvo la continuidad malsana de la decadencia nacional. Dos de esos artículos cruzan algunas fronteras peligrosas y tienden más a la puesta en cuestión de lo que significa la pluralidad política e ideológica que a afirmar la necesidad de debates enriquecedores. El límite es lo que de violencia guarda el discurso por más que se lo busque camuflar con frases aparentemente banales o envueltas en reminiscencias de otras épocas. Auscultar una sociedad, recorrer sus tiempos oscuros es una tarea harto difícil, pero hacerlo a través de lo que ciertos giros retóricos o algunos usos del lenguaje encierran como marcas de origen constituye una necesidad de la crítica democrática. En la memoria de las palabras y de sus usos ha quedado marcada la estrategia de violencia que supimos padecer.

ADONDE VAYAN, LOS IREMOS A BUSCAR...
Lo escribí en distintas y variadas ocasiones: no hay inocencia en el lenguaje y mucho menos la hay en las intervenciones públicas de quienes, desde los medios de comunicación, construyen, con palabras y argumentos prolijamente elegidos, posiciones fuertes en torno a la realidad nacional. Debatir, disentir, polemizar son modos indispensables y enriquecedores de la vida política y cultural de una sociedad que hace tiempo sigue buscando sacarse de encima los restos de autoritarismo que, aunque no lo sepa, perviven entre sus pliegues y en muchos de los que, escudándose en la libertad de opinión, reintroducen, entre nosotros, anquilosados argumentos y muletillas provenientes de los días oscuros de la dictadura o que directamente extraen de los arcones cubiertos de telarañas de la derecha ultramontana y antisemita que supo expandir sus violencias ideológicas y prácticas a lo largo de una parte no menor de nuestra ajetreada historia. Cuando se ha perdido la inocencia, cuando la memoria nos retrotrae a escenas de sangre y violencia, cuando la lógica del prejuicio, del gesto inquisidor y macartista funcionaban como antesala de la persecución, de la represión y de la acción homicida de un Estado convertido en terrorista, ciertas frases ofrecidas con desparpajo e impunidad desde columnas de opinión de ciertos diarios nacionales contribuyen a reproducir la herencia del horror, bajo las astucias de un discurso que, a la manera del baladista neonazi Micky Vainilla, compuesto por el genial Capusotto, lanza sus injurias y sus latiguillos reaccionarios como quien ofrece un argumento virtuosamente democrático. Eso, y no otra cosa, se expresa en varios de los pasajes centrales de los artículos que, el mismo día, propinaron a los lectores Carlos Pagni, en La Nación, y Osvaldo Pepe, en Clarín. Artículos atravesados no sólo por argumentos con los que se puede discutir, sino por un malsano resentimiento que no logra o no quiere eludir el prejuicio y la descalificación. Pagni es más astuto que Pepe, juega al filo y se detiene en el umbral dejando que cada lector, en especial los no avisados, extraiga sus conclusiones; Pepe simplemente recurre al viejo y horrendo arsenal que nos cansamos de escuchar durante los años de la dictadura.
El primero de los artículos en el que quiero detenerme se coloca en un andarivel completamente distinto a los de Pagni y Pepe; me refiero al oportuno e históricamente minucioso artículo publicado el último domingo en Tiempo Argentino, en el que Hernán Brienza se dedica no sólo a recorrer palmo a palmo la ajetreada historia del Banco Central sino que, con énfasis, destaca la relevancia superlativa que supone la decisión presidencial de elevar el proyecto de ley que, ahora sí, dibujará las líneas de una contundente reforma de la carta orgánica de la entidad monetaria que, hasta ahora y bajo las premisas ideológicas del neoliberalismo, definía lo que se hacía o se deshacía en relación a nuestra moneda y al sistema bancario-financiero. Brienza señala que la “reforma de la Carta Orgánica del Banco Central y la derogación de la Ley de Convertibilidad es el golpe más profundo que se le ha dado al modelo neoliberal de los años noventa de los últimos tiempos. Pero –agrega con acierto– considero que no ha sido –debido a las dificultades técnicas que conlleva– lo suficientemente bien comunicado. Muchos seguidores del kirchnerismo no han tomado verdadera conciencia del cambio económico, en términos de perspectiva histórica, que significan las leyes que se están tratando en el Congreso. Es posible que no se trate de la nacionalización de la banca como piden muchos peronistas que tiene en su marco ideológico el sistema implantado por Perón en 1947. Pero se trata, sin dudas, de la reforma más importante, en términos de medidas nacionales y populares respecto del sistema financiero desde 1955 hasta la fecha”.
Hasta acá las agudas observaciones de Brienza que llega a la médula del hueso cuando destaca lo que trae aparejada la decisión presidencial y lo hace teniendo como escenario hegemónico la persistencia (tanto en su aspecto económico como ideológico-cultural), en la mayor parte del mundo, de la matriz neoliberal que, como no ha dejado de insistir una y otra vez Cristina, se sostiene, en lo esencial, en la valorización financiera en detrimento de la productiva, lo que determinó la imperiosa necesidad de tomar por asalto los respectivos bancos centrales para adecuarlos a esa hegemonía del sector financiero, una hegemonía sostenida, a su vez, en la desindustrialización, la reprimarización y la extranjerización de las economías de los países subalternos. Pero que también había logrado, entre nosotros, tallar con precisión duradera la lógica profunda del sentido común dominante que no podía o no sabía de qué manera salirse de las telarañas conceptuales en las que todavía permanecen encerrados los principales referentes de la oposición. Los medios de comunicación hegemónicos se han hecho cargo de sostener la continuidad argumentativa del liberal conservadurismo y lo realizan bajo el formato de una implacable campaña antigubernamental.
Sencillamente estamos, una vez más, ante la evidencia de lo que afirma el kirchnerismo cuando formula la perspectiva de la profundización vinculada a la famosa “sintonía fina” y a aquello de “hacer los cambios que sean necesarios de acuerdo a los desafíos de la etapa pero manteniendo el eje medular de las convicciones que sostienen y vertebran, desde el 2003, el proyecto”. En un momento en el que se ha desatado una nueva y virulenta ofensiva de la corporación mediática (usina de la oposición y reserva ideológica de la derecha restauracionista argentina), la respuesta del Gobierno ha vuelto a ser contundente y, sobre todo, estratégicamente superlativa allí donde ofrece, sin medias tintas, a los ojos de los que saben mirar la escena, el hacia dónde sobre el que tantas veces se ha y se sigue interrogando, incluso en el interior de las filas kirchneristas. Tal vez demasiado preocupados en exigir una nueva ley de entidades financieras no acabamos de calibrar la dimensión política e ideológica del proyecto elevado por el ejecutivo (y desarrollado por la pluma heterodoxa de Mercedes Marcó del Pont) que, y ahí es posible descubrir otra astucia, será incluso mejorado y ampliado en sus alcances por los debates legislativos. Esa decisión presidencial es la causante de las reacciones de quienes articulan, desde los medios de comunicación hegemónicos, la ofensiva destituyente. Ellos no se confunden, saben lo que está en juego y golpean, o intentan hacerlo, de acuerdo al desafío, inimaginable hasta hace no mucho tiempo, que se le ha hecho al núcleo ideológico y pragmático del establishment neoliberal.
El segundo de los artículos a los que hacía referencia se publicó el último lunes en el órgano del liberal conservadurismo argentino y se lo debemos a la pluma de Carlos Pagni –tal vez la más interesante y venenosa de las que suelen proliferar, con mucho de olor a naftalina reaccionaria, entre los ideólogos de la oposición–. Antes de entrar en sus argumentos, no puedo dejar de señalar el dejo de antisemitismo que expresa la semblanza biográfica que hace Pagni del viceministro de Economía, Axel Kicillof, a quien está dedicado el artículo. Sabiendo qué teclas toca y conociendo al dedillo la retórica de cierta derecha vernácula le cuenta al lector –¿para qué?, ¿con qué intención?– que Kicillof es “hijo de psicoanalista, bisnieto de un legendario rabino de Odessa”, una “genealogía” que lleva dentro suyo, vaya uno a saber por qué, “una sucesión de dogmáticas”. Llamativo el recurso de Pagni. “Axel Kicillof, el marxista que desplazó a Boudou” (ese es el título del artículo) es heredero, en tanto marxista y judío, de una genealogía dogmática que, como siempre, intenta infiltrar su ideología, fraguada en tierras extranjeras, entre nosotros. ¿Qué pinta el “rabino legendario” en la nota de Pagni? ¿Acaso nos encontramos ante una antigua estrategia del antisemitismo que busca perseguir la filiación “judaica” de los izquierdistas, en este caso Axel Kicillof y, transitivamente, el Gobierno, como si allí hubiera una causalidad genética dispuesta a expandir esa ideología extranjerizante en nuestra geografía? Rápidamente agrega que “Kicillof desembarcó en el segundo escalón del Palacio de Hacienda con una cofradía (Álvarez Agis, Costa, Arceo, Paula Español, Marongiu), formada en la universidad (¿y dónde si no, en la de Chicago como los discípulos de Milton Friedman a los que sigue con especial dogmatismo el columnista de los Mitre?). En poco tiempo se convirtió en inspirador del discurso de la Presidenta, sobre todo de su argumento principal: la última dictadura proyectó un ciclo de desmantelamiento, sobre todo industrial, que sólo se interrumpió con la llegada de los Kirchner al poder. Federico Marongiu, su jefe de gabinete, recomienda leer Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, para entender la historia económica nacional”. ¿Se entiende la genealogía que traza Pagni?: marxista, hijo de psicoanalista –siempre esa sospechosa ciencia judía–, bisnieto de un “legendario rabino de Odessa” e ideólogo del desembarco de una “cofradía” de jóvenes neomontoneros que recomiendan leer a Rodolfo Walsh. Fascinante rememoración biográfica si no estuviera precedida, en nuestro país y en la larga tradición del antisemitismo clásico que supo diseñar el imaginario del “judío internacionalista descendiente de rabinos” y proveniente de tierras orientales, de una oscura saga represiva que, por mucho menos que esta herencia genealógica, secuestró y asesinó a miles de compatriotas. Pero, y eso quiero suponer después de casi treinta años de democracia, que a Pagni le interesa mostrar qué ideas hay detrás de Axel Kicillof, no bajo la lógica del inquisidor o del macartista vernáculo, sino como parte de un debate ideológico y democrático. ¿Será así?
Lo cierto, y suponiendo que Pagni podía ahorrarse sus prejuicios, es que el periodista sabe cuál es el eje de la disputa, de la misma manera que el día siguiente al discurso presidencial en la Asamblea Legislativa el diario de sus patrones tituló que Cristina iba por las reservas de los argentinos al buscar reformar la carta orgánica del Banco Central. Para darle mayor intensidad épico-narrativa, y de paso para mostrar el duro núcleo de sus prejuicios, Pagni construye una relación entre el “marxismo” kicillofiano, de raigambre judía por filiación que va del padre al bisabuelo, el “obvio” montonerismo de los jóvenes economistas a los que llevó al ministerio y, claro, la propia ideología de Cristina que, eso dice el periodista, muestra claramente sus cartas populistas que, hoy, hacen blanco en la “última reserva moral” –perdón, monetaria– que se guarda en el Banco Central. Pagni, y La Nación, a diferencia de Clarín que suele mirar el mundo a través del único prisma de sus intereses corporativos, han comprendido cuál es el centro del litigio en el país. Un artículo, el de Brienza, destacaba la importancia política y estructural de la decisión presidencial; el otro, el de Pagni, jugando con sus particulares filiaciones, destaca aquello de que “el Gobierno va por todo”, entendiendo por eso algo cercano al verdadero objetivo estatalista que Cristina guardaba en sus alforjas pero que ahora saca a relucir a través de sus nuevas espadas juveniles. En lo único que no se equivoca el sarcástico y prejuicioso Pagni es en la trascendencia ideológico-política de hacer del Banco Central una institución al servicio de los intereses nacionales y populares. Sus prejuicios, su lenguaje que remite a narrativas cloacales del antisemitismo, no hacen otra cosa que reaccionar ante una decisión estratégica del tan odiado kirchnerismo que corta el hilo por donde más le duele al establishment. Atacar a Axel Kicillof, actuar como un Torquemada, cebarse con La Cámpora convirtiéndola en una organización de lavadores de cerebros y de herederos genéticos de sus padres montoneros –como lo hace Osvaldo Pepe en el artículo mellizo al de Pagni–, es la expresión bizarra de una derecha que lanza golpes a ciegas.
El tercero de los artículos es, por lejos, el más burdo y no alcanza la “sofisticación” genealógica del escrito por Pagni. Desde su título –“Los imberbes de Aerolíneas”– hasta algunas de sus frases en las que el autor parece no tener ningún prurito en remedar las nauseabundas argumentaciones de la dictadura, todo en él está definido por el rencor y el profundo odio hacia una organización política juvenil que viene ocupando un lugar destacado en la escena nacional. Jugando con la famosa frase del último Perón, y tratando, como viene haciendo lo que queda de la derecha peronista, de cobijarse en el principio de autoridad que emana del líder muerto hace casi cuarenta años, termina por darle forma a la alquimia de macartismo, de retórica extraída de los manuales de publicidad y pedagogía de la dictadura y a una oxidada concepción genetista heredada de aquella sociología reaccionaria y racista que proliferó en las primeras décadas del siglo pasado y que fue recuperada entre nosotros por los propagandistas de Videla (¿quién no recuerda aquello de ser portadores del mismo “gen subversivo” que sus padres o aquello otro tantas veces vociferado de que “adoctrinan a jóvenes incautos y los intoxican con una falsa épica”? ¿Y ese otro latiguillo de “aquella conducción que mandó al matadero a miles de jóvenes”?). Osvaldo Pepe dice las cosas sin eufemismos y, tal vez por eso, su crudeza nos ahorra cualquier comentario. Sus palabras lo dicen todo. La democracia, y el debate necesario y plural que su permanente recreación exige, queda, como siempre, muy lejos de estas afirmaciones.


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