LA ALEGRÍA PERONISTA

lunes, 20 de junio de 2011

Los pañuelos, los sueños y los esbirros de la noche


16.06.2011 | 22.55 | FacebookTwitter
Ricardo Forster
El primer adelantado a estas tierras bañadas por un “mar de agua dulce” no podía imaginar que su destino sería ser devorado por los indios charrúas. Desde aquella comida ritual del comienzo, la violencia siguió haciendo su trabajo a lo largo de nuestra historia. Impiadosa, constante, selectiva, destemplada, anárquica, organizada, fratricida, en nombre de los pocos –la mayoría de las veces– y de los muchos –en algunos momentos de nuestra travesía como Nación–. Violencia fundacional que siguió habitándonos y de la que el enorme poeta que fue Néstor Perlongher dejaría constancia en su poema “Hay cadáveres”, allí donde encadenó con palabras poderosas y desgarradas la brutal violencia homicida desplegada por la dictadura videlista como condensación de todas las violencias anteriores. Difícil, por no decir imposible, pensar estos días argentinos sin la marca brutal dejada en nuestros cuerpos y en nuestras conciencias por la dictadura. Difícil, por no decir imposible, hacer abstracción de qué papel jugó cada quién en aquellos años de muerte y represión, años en los que muy pocos, apenas un puñado de hombres y mujeres, sobre todo de mujeres, se atrevieron a desafiar al poder omnímodo y criminal que fue avalado por una mayoría entre silenciosa y cómplice. Años envenenados que muchos quisieran olvidar para siempre porque les recuerda su propia responsabilidad allí donde las principales rotativas y los rostros más visibles de la comunicación audiovisual trabajaron activamente para ocultar y para silenciar la violencia terrorista desencadenada por una alianza cívico-militar. Ninguna sociedad sale indemne de tanta barbarie. Violencia que se cebó en miles de cuerpos de hombres y mujeres que fueron arrasados por una represión planificada por mentes febriles para hacer del país una tierra para pocos en la que no quedaría ni siquiera el recuerdo de sus rebeldías y de sus resistencias. Los esbirros del ’76 creyeron que su política de arrasamiento y de terror terminaría por minar hasta el nombre de aquellos que lucharon por la igualdad y la justicia. No imaginaron, ni siquiera en sus delirios pesadillescos amparados por la noche del horror, que un puñado de madres enloquecerían su estrategia de sometimiento y de olvido. Nunca creyeron que serían desafiados por quienes sólo tenían su dolor y su amor inconmensurable como armas para confrontarlos. Las creyeron “locas”, alucinadas caminantes de rondas fantasmagóricas a las que muy pocos argentinos siquiera les prestaron atención mientras el país se preparaba para el Mundial de futbol y para el jolgorio de la plata dulce. Creyeron que nadie se atrevería a rebelarse contra la impunidad de un poder desenfrenado en su capacidad destructiva. Se equivocaron. Ellas insistieron incluso después de que las garras homicidas desgarraron los cuerpos de algunas de las primeras madres que se atrevieron, más allá de toda valentía, a gritar su dolor y a exigir por la vida de sus hijos e hijas. Su ejemplo devuelve la dignidad extraviada por gran parte de la sociedad, se convierte en espejo que nos devuelve la imagen de un país atravesado por el envilecimiento y la complicidad. Y esa imagen nunca es sencilla de ver porque habla de nosotros, de nuestras carencias y, también, de nuestras agachadas. Las madres, que fueron exaltadas como portaestandartes de la dignidad en medio de lo indigno, encontraron, a través de las voces de algunas de ellas que fueron más intempestivas, las palabras que no querían ser escuchadas por todos aquellos que preferían ritualizarlas, transformarlas en un símbolo cristalizado pero desactivado en su capacidad para alterar la trama de hipocresía y cinismo que continúa habitando ciertas zonas del poder que, apenas encontraron el resquicio, se lanzaron sin medias tintas contra esas voces de lejanas resonancias proféticas. Sus voces se levantaron cuando la mayoría callaba. Entre ellas hubo una que iría multiplicándose con el paso del tiempo. Fue la voz de Hebe con su inflexión intempestiva nacida del dolor y del coraje; una voz que reivindicó la dignidad de un país amasado por la mayor de las indignidades y por las diferentes formas de la complicidad. Hebe, y su nombre como emblema de otros nombres, fue un grito que rompió el muro del silencio. Fue una voz destemplada e injuriosa como sólo sabe amasarla el habla popular que no buscó eufemismos para golpear en el corazón de la injusticia y del terror pero que tampoco se calló cuando, ya en democracia, muchos exigían cerrar los expedientes de la dictadura para adentrarnos en la mansedumbre del olvido y la impunidad a la que llamaron “reconciliación”. Hebe ha sido y sigue siendo, junto a otras voces de otras madres y abuelas, la conciencia de los silenciados, la palabra de los asesinados, la irreverencia de las que no se sometieron al poder ni aceptaron la irreversibilidad de la historia que se ofrecía como una política del olvido y la reconciliación. Hoy, cuando se reconstruyeron los puentes de la justicia que habían sido dañados por las leyes de la impunidad y por los indultos, cuando se despliega como nunca antes una política de derechos humanos que tiene la fuerza de la reparación, los poderes de la complicidad, esos que siempre actúan desde las sombras, encontraron un resquicio para intentar desprestigiar la voz de quien representa, con el testimonio de su vida golpeada por el sufrimiento y reconstruida por el infatigable compromiso de la memoria y la verdad, la voz más potente y compleja, la que nunca se ha callado incluso allí donde pronunció frases destempladas y no necesariamente acertadas que no dejaron de conmover a los otros referentes del movimiento de derechos humanos. Hebe ha sido esa voz y la ofensiva que muchos de los cómplices de ayer lanzan contra ella no buscan sólo silenciarla y desfigurarla en su historia ejemplar, sino que apuntan, fundamentalmente, contra una de las pocas gestas memorables y virtuosas de la historia argentina. ¿Qué nos queda sin el símbolo de los pañuelos blancos? ¿Cómo pensarnos manchando una gesta que nos rescató de lo peor de nosotros mismos recordándonos que siempre es posible resistir incluso cuando el mal absoluto reina absolutamente sobre un país? ¿No lo saben algunos periodistas, antiguos cultores de un progresismo a la moda, cuando se lanzan, como aves de rapiña, sobre la fragilidad del cuerpo de Hebe? Recuerdo, a la pasada, a uno de ellos haciendo, sin escandalizarse por lo que iba a decir, lo que llamaba una pregunta “políticamente incorrecta”: “¿Qué sucedería si Hebe estuviera comprometida con la corrupción?”. Pregunta canalla que ni siquiera merece una respuesta. Una voz de la dignidad que reclamó para sí el derecho irrenunciable a injuriar a quienes habían cometido el peor de los crímenes y a aquellos que, disimulando sus complicidades, quisieron, una vez acabada la noche de la dictadura, bañarse en las “aguas puras” de una inocencia agusanada. Hebe recordó, nos recordó, que las voces de los insepultos seguían allí, entre nosotros, clamando por una justicia que se les negaba mientras el mismo gobierno democrático que en un principio había juzgado a los principales responsables después retrocedió impulsando las leyes de la impunidad que confluirían con los vergonzosos indultos del menemismo. Hebe, con sus palabras roncas, duras, extremas, injuriosas, inclementes y atravesadas por los ecos de Antígona, nunca se calló, siempre estuvo ahí exigiendo una justicia que parecía imposible. Supo de desencuentros con las otras madres pero también supo de un empecinamiento que golpeaba duro contra las formas encubiertas de la complicidad sabiendo, como lo sabía alguien que se forjó a sí misma desde el dolor y la fuerza intempestiva que nació de la ausencia de sus hijos, que muchos de los que actualmente se ofrecen como defensores de los derechos humanos y de la transparencia republicana fueron cómplices de los perros de la noche, sacerdotes mediáticos del culto a la muerte que dominó los años de la dictadura. Sin subterfugios ni eufemismos, amparada en un habla que proviene de la vida popular, Hebe denunció las diversas formas de la hipocresía y el cinismo, multiplicó sus andanadas contra una sociedad pacata y olvidadiza capaz de pasar del apoyo a la dictadura a convertirse en adalid de los derechos humanos. Una voz, la de Hebe, cargada con la potencia de los antiguos profetas de Israel que dirigieron sus dardos inclementes contra un pueblo extraviado. Hebe, su voz y su nombre, recuerdan, nos recuerdan, que algo oscuro y viscoso persiste en ciertas zonas de la vida social. Hebe, ya lo señalé, ha sido un espejo que devuelve imágenes que muchos no desearían ver de sí mismos. Por eso el rechazo y el resentimiento que su figura ha producido allí donde nunca se guardó nada a la hora de lanzar sus frases duras, cortantes e implacables. Su odio, el de los cómplices, esperó con paciencia el momento para descargarse contra esa voz profética que incomodó desde siempre no sólo al poder sino, también, a una sociedad que prefería el olvido y la desresponsabilización. Hebe siempre les recordó sus bajezas y sus negociados. Nunca dejó de gritarles la impudicia del encubrimiento ni la cobardía de tantos buenos vecinos y vecinas que siguieron viviendo sus vidas mientras el país era un infierno y que luego declararían su absoluto desconocimiento ante el horror que se desarrollaba delante de sus ojos. Hebe alteró siempre la buena conciencia de miles de argentinos empapados de inocencia. Y eso, Hebe lo sabe, no se perdona. Ni ayer ni hoy. Contra esa voz se ha organizado una campaña brutal y despiadada que viene ocupando las tapas de los principales diarios y las intervenciones del ejército de periodistas que parecen disfrutar la profunda amargura que atraviesa este momento de la vida de Hebe. Ellos están satisfechos, han esperado pacientemente su turno como las hienas que no han hecho ningún esfuerzo y que sólo se preparan para lanzarse contra la víctima inerme. Pero se equivocan. No conocen a Hebe ni la significación de su nombre y de su voz en el interior de la vida argentina. Nunca comprendieron quiénes fueron esas madres “enloquecidas” que giraron alrededor de la Pirámide de Mayo exigiendo la aparición con vida de sus hijos e hijas. Nunca creyeron que ese puñado de mujeres indefensas, débiles en apariencia, hubieran podido desafiar al poder más horroroso y homicida que se desplegó, durante años, en nuestra tierra, mientras los actuales adalides de la libertad de prensa se apresuraban a festejar y sostener a la dictadura. Hebe, con sus sueños de memoria y justicia, estuvo siempre ahí para arrojar sobre las lenguas envenenadas de la impunidad la potencia injuriante de una voz nacida no de la exigencia de venganza ni de violencia sino amasada en la causa sagrada de los derechos humanos, esa misma causa que hoy intentan mancillar aprovechándose de lo que el azar y la persistencia del mal nacido de nuestra propia noche de Walpurgis pusieron en el camino de las madres bajo el nombre de los hermanos Schoklender. Ellos, como en los tiempos del reinado del terror, van por todo: por los pañuelos y por la memoria. Nosotros, junto y con Hebe, sabemos lo que ha cambiado la Argentina desde mayo de 2003 y sabemos dónde se sigue amasando, con la materia hecha de dolor y de sueños, la patria de la verdad, la reparación y la igualdad.



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