LA ALEGRÍA PERONISTA

domingo, 13 de marzo de 2011

Amarillos

AMARILLO, ¿¿¿LINDO COLOR???. La Peste es amarilla y los nazis de Hitler y Goebbels, lo usaron para las estrellas cosidas en la ropa de los judíos.
¿¿¿ QUIÉN TE ASESORA ??? HUUUMMMM.......O LO HACÉS VOS SOLITO...


Año 3. Edición número 147. Domingo 13 de marzo de 2011



Al tipo –coletazo vacacional de fines de temporada, aburrimiento supino o, quizás, esperado silencio luego de las horas y horas de cotilleo ante decisiones tan importantes como pizza o asado para la cena– la cosa se le cruza por delante de los ojos. Inmerso en vaya a saber qué ramplonerías, el tipo hasta hace un “epa” de dibujito. Piensa en el porqué de la cosa así, tan de golpe.
Filosófico temporal, a la usanza playera, piensa el tipo. Debe ser por los hectolitros de cerveza que, aun sin ganas, aun cuando ya no quiere volver a oír hablar de ella, pide otra, mais-um, levantando el dedito y haciéndose el que conoció Brasil ante los millones de adolescentes de 15 a 45 años que lo miran como a un soberano palurdo.
O puede ser, por el contrario, por la escasez –diría “ningunidad”, el tipo, si el término fuera aceptado– de mallas de ese color sobre cuerpos notables: en malla, todos los cuerpos son notables, ya sea por blanco teta, rojo camarón o tostado caribe; por desprolijidad rolliza, turgencia cronológica, quirófano o efecto de gimnasio; por demasía o por escasez; por genialidad dietética o lisa aberración de churros.
O, tal vez, por la desmesura geográfica de la arena, sumada a las indomables ganas de orinar frente a la ausencia del más mísero y ramplón baño público.
Lo cierto es que al tipo se le cruza, por delante de los ojos, eso, la cosa, el amarillo. Y olvidando por un segundo cuerpos y mallas, micciones y cervezas, piensa de lleno en el amarillo. Piensa en la elección del color amarillo. Y cae, caminando por la orilla, así como debe haber caído Platón caminando suelo griego, en la pregunta de rigor cada vez que uno (uno cualquiera, uno del montón) piensa en el amarillo: ¿habrá sido por pura intuición petimetre a la que es tan afín cuando se trata de evacuar problemas de su órbita, tipo inundaciones o cambios de mano en el tránsito de las calles, o algún asesor le dijo a Mauricio Macri, el jefe de gobierno porteño, el hijo de Franco, ese mismo, que el amarillo era el color indicado para su fuerza política?
Piensa, el tipo, y, como todo ser humano crecido en la era de la televisión, piensa con avisos publicitarios. Por eso cae en lo que afirman numerosos publicistas: eso de que la vida cotidiana es gris, por rutinaria (espaldas doblegadas, fíjese bien, pasos arrastrados), a diferencia del rutilante amarillo que simboliza las vacaciones (aunque lluevan los quince días y el sol, dicen que amarillo si uno pudiera verlo, sea algo tan insólito como la sonrisa del jefe). Pero mira esas enormes pelotas de tenis amarillas tan de moda en la venta callejera que aprovecha los semáforos que ahora ruedan locas en la playa ante el infaltable viento costero del Atlántico golpeando termos y descansos despatarrados sobre la esterilla que suplantó para siempre a la desaparecida y fiel lonita y se le borra toda imagen de ocio y luminosidad infantil.
Piensa, entonces, en las enseñanzas colegiales sobre la prosperidad que destilaba el amarillo. Pero de los trigales (mitad canción de Sandro, mitad cuadro de Van Gogh) que oleaban pretéritas a la orilla de la ruta 2 pasa a las voracidades sojeras. Y piensa en los áureos tesoros piratas, caídos en desgracia frente al verde dolarizado. Y piensa en la ostentación del amarillo de la que hacía gala el emperador de China, pero aparece la cara redonda de un Mao que, al frente de una sospechosa hilera de chinos, se puso a caminar hasta que del emperador sólo quedó una película bastante olvidable.
Y de film en film, al tipo se le viene a la memoria, como quien dice, otro, uno que trataba sobre una carrera de bicicletas, la vuelta de Francia de 1919. Ahí, alguien encarnaba al ciclista Eugéne Christophe, inaugurador de la usanza de lucir la camiseta amarilla para indicar que iba primero en la clasificación. Pero cuando la historia parece hacernos creer en la virtud triunfadora del color, el guión muestra que el amarillo había sido institucionalizado porque los organizadores de la carrera eran los dueños del periódico L’Auto, que imprimían en ese tono para acallar el papel de baja calidad que usaban a fin de abaratar su costo. Operación publicitaria, piensa el tipo, haciendo retroceder al amarillo varios casilleros: tratar de que los entusiastas seguidores de la prueba –tremendamente popular entre los franceses, ciclistas o no– entablaran una relación indudable con el diario y esa simbiosis aumentara sus ventas.
De ahí, a la prensa amarilla, el tipo sólo necesitó de un saltito (dado, además, por el súbito pisotón a un cadáver de choclo semienterrado en la arena).
Y como para paliar un poco su bochorno (pisar, descalzo, un choclo en la playa, francamente no es motivo para que desborde la autoestima), empezó a hurgar en su enciclopedismo más inútil.
A saber, que desde la Antigüedad, la historia reservó al color elegido por el PRO la más constante de las desvalorizaciones.

Fue el emblema de la bilis, los mareos y la acidez. Representación cotidiana de la locura y la enfermedad, de la extravagancia y del disfraz traicionero, de la mentira y la cobardía, de la infamia. Más aún: si hay elemento químico con mala reputación en la dichosa tabla periódica de Mendeleiev, ese es por excelencia el azufre: ¿a qué negarlo?, amarillo. Mucho más cuando la tradición cristiana lo asoció con el decorado del infierno y, para redoblar la apuesta, le otorgó significación peyorativa como imagen del orgullo, de lo falso y de lo traicionero.

En la Edad Media, las ciudades donde se había declarado una epidemia estaban obligadas a señalarlo con una bandera amarilla, tanto como hoy las playas PRO urbanas de Mauricio o el anodino subte H. En el siglo XII, fue el color de ropa que identificaba a herejes y apestados. En el XX, otros oscurantistas tanto o más bestiales, los nazis de Hitler y Goebbels, lo usaron para las estrellas cosidas en la ropa de los judíos.

Todos ostentaron el amarillo seleccionado por Macri: los falsificadores de monedas, cuyas casas debían ser pintadas de ese color como una forma de castigo durante el siglo XIV; los maridos engañados, según muestran algunos documentos gráficos del siglo XVII; los caballeros que preferían darle la espalda a Arturo, en las mil y una narraciones sobre la Tabla Redonda; los rompehuelgas del siglo XIX y los sindicatos al servicio de la patronal en franca oposición con los rojos, partidarios de acciones revolucionarias. No en vano, poco antes de desatarse la Primera Guerra Mundial, una encuesta realizada en Europa indicaba que, de todos los colores, el amarillo era el menos apreciado, muy por debajo, incluso, del negro. No en vano, tampoco, durante la Segunda Guerra Mundial fue el color que denotaba el más abyecto colaboracionismo.

Andá a encontrar un artista que se vista de amarillo para actuar, sobre todo después de que se supo que Molière, al morir, vestía de ese color.
Piensa, el tipo, si fue decisión suya, así, netamente macrista, o de su equipo de asesores de imagen. Piensa que alguien le debería haber dicho al hijo de Franco que, mucho más desde la politización de los colores en el siglo XIX, desde el punto de vista ideológico y simbólico, no hay movimiento político que se hubiera atrevido a establecerlo como emblema.
Es cierto que el peronismo ya había tomado el azul y blanco, que los radicales se habían quedado con el rojo y blanco, que hasta el naranja estaba copado por el humanismo (el rojo, aunque él insista en mencionarlo como “colorado”, había quedado descartado por razones obvias), pero, a ver, Mauricio, piensa el tipo, ¿amarillo? ¿Era necesaria tal confesión de parte como para ponerle amarillo?, piensa.
Mientras vuelve de su última caminata por la orilla del mar, el tipo mira a uno de los tantos perros vagabundos que, como soberbia crítica a todo tipo de monarquía, levanta una pata y mea larga y concienzudamente un castillito de arena dando por cerrado el verano y las disquisiciones filosóficas playeras frente a un año electoral.

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