LA ALEGRÍA PERONISTA

domingo, 5 de septiembre de 2010

“La democracia no significa llegar al consenso a toda costa”

Por Carolina Keve
La politóloga belga Chantal Mouffe analiza la coyuntura de la Argentina -y el escenario internacional- bajo la lógica de su idea “agonista” de la disputa política en las sociedades democráticas
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"¿Cómo plantear una política de izquierda que no sea revolucionaria pero que no deje de ser de izquierda?" Ha transcurrido casi una hora de charla y Chantal Mouffe desliza la pregunta. Claro que está lejos de ser una nueva inquietud. Más bien se trata de una cuestión que la viene desvelando desde aquellos años en los que editó Hegemonía y estrategia socialista junto a Ernesto Laclau, y que hoy se traduce en su último gran trabajo, En torno a lo político (ambos editados en el país por el Fondo de Cultura Económica). En su permanente enfrentamiento con los movimientos de izquierda, Mouffe apunta contra la caducidad de las fórmulas revolucionarias y la ilusión liberal de algunos progresistas que proponen lo que ella considera una concepción superadora, ni más ni menos que la consolidación de una democracia radical, pluralista, agonista, en la que el conflicto deje de ser mal visto y pase a ocupar el centro de la escena política.
Recién llegada de Londres para participar del Congreso de Ciencias Políticas realizado en la provincia de San Juan, cuando se le pregunta por la coyuntura nacional inmediatamente se predispone para hablar. Analiza el conflicto abierto con Papel Prensa, critica a la oposición por su discurso “antagónico” y reconoce los problemas que aún enfrenta el kirchnerismo para consolidarse como proyecto hegemónico.
¿A qué se refiere cuando afirma que la política debe asumir una forma “agonista”?

Es lo que sucede cuando lo político se construye a través de lo que yo llamo un consenso conflictivo entre diversos actores. Es decir, debemos entender que hay principios éticos-políticos que van a ser interpretados de manera distinta y que eso es algo positivo, que no hay que tratar de llegar a una sola interpretación. Por el contrario, si el conflicto no asume una formaagonista puede volverse un antagonismo peligroso. Pensemos como ejemplo lo que pasó hace un tiempo en los suburbios de París. Esos movimientos de irrupción en la banlieue fueron mal interpretados por la prensa como una rebelión de tipo étnico o religioso, cuando lo único que unía a todos era que eran jóvenes. No había demandas. Indudablemente eran una expresión de los problemas de representación del sistema político. La única causa de movilización era su oposición al sistema, lo que se vuelve en el mejor ejemplo de los peligros que implica la imposibilidad de resolver lo político de manera agonista, mediante las instituciones que den cauce al conflicto.

¿El gran cuestionamiento que enfrentan hoy los sistemas tradicionales de representación política no atenta contra la consolidación de un modelo agonista?
Por el contrario, muestra la necesidad de un modelo agonista, revela lo que pasa cuando no hay agonismo. Pensemos en la situación actual de Europa, la ausencia de un modelo agonista explica el éxito de los partidos populistas de derecha. Pensemos en su evolución. Los partidos de izquierda se movieron al centro, plegándose a esta idea de la Tercera Vía, que decía que la distinción entre izquierda y derecha era obsoleta. Tony Blair, de pronto, dice que somos todos clase media y que ya no hay conflicto de intereses, que debemos avanzar hacia una política que no sea organizada alrededor de la tensión ideológica. ¿Qué pasó con el proyecto de la Tercera Vía? Fracasó. ¿Y qué es lo que tenemos? Una gran despolitización o, si no, lo que sucede en muchos países en los cuales los partidos populistas de derecha son los únicos que se oponen a la perspectiva de un consenso hacia el centro y plantean alternativas. En esos casos, el pueblo ve que la única que le ofrece posibilidades de escoger algo distinto es la derecha, entonces la derecha pasa a ser la única que atrae a los sectores populares.

En el caso argentino, muchos critican al kirchnerismo por un ejercicio autoritario de poder, justamente por tener cierto estilo “adversarial”.
Pero para mí eso no es un problema. Si uno quiere avanzar en la política democrática es necesario definir a un adversario. Eso sí, hay que hacer la distinción, si uno lo trata como un enemigo que se busca erradicar o como un adversario al que se le reconocen su legitimidad y ciertas reglas. Por otro lado, en cuanto al caso argentino, me parece que la que mantiene un discurso antagónico, es la oposición que trata de deslegitimar y tener una posición frontal todo el tiempo. Respecto de la política del Gobierno no estaría tan segura, pero hay algunos casos importantes que señalan una dirección opuesta.

¿Por ejemplo?
Vayamos al más reciente, la cuestión de Papel Prensa. Se decía que el Gobierno iba a actuar de manera autoritaria, pero lo que hicieron fue enviar una ley al Congreso. Aquí, insisto, hay que comprender algunas cuestiones. Una cosa es no buscar el consenso, y evidentemente el Gobierno no ha tratado de buscarlo, eso forma parte de su construcción politica. Lo que hace es presentarse como la alternativa al sistema y eso genera conflicto. La estrategia de los liberales sería ir al acuerdo con los sectores afectados por la cuestión del papel, evitando cualquier tipo de conflicto. Pero si uno quiere democratizar algunas dimensiones del sistema, necesariamente tiene que confrontar con ciertos intereses. La democracia no significa llegar al consenso a toda costa. Eso sí, el punto está en que si uno ese conflicto lo canaliza de manera agonística, dentro de las reglas del sistema democrático, o si lo lleva al puro antagonismo, y patea el tablero.

¿Y qué dirección cree que está tomando el oficialismo?
Si bien no estoy empapada de la política argentina, si analizamos el conflicto con el campo, los Kirchner no lo llevaron al antagonismo puro.Y, de hecho, perdieron.

Usando sus términos, podría afirmarse que cuando Cristina Fernández traslada el debate de Papel Prensa al Congreso mediante un proyecto de ley, el conflicto asume una forma agonista.
Sí, fue una manera de agotar el antagonismo y darle legitimidad al conflicto a través de un procedimiento institucionalista.

Ahora, si, como usted afirma, toda identidad política necesita de un exterior constitutivo, de un “otro” que permita reafirmar un “nosotros”. ¿No podría interpretarse que la contradicción que supuso el conflicto con el campo le permitió al kirchnerismo consolidar su entidad?
Más bien creo que en el caso del campo hubo un error muy grande. No debemos olvidar que estamos planteando una política de tipo hegemónico en un sentido gramsciano, eso significa ser capaz de crear un bloque que unifique diversas luchas, que establezca una cadena de equivalencias entre varias demandas. Lo que pasó con el campo fue inverso. El Gobierno, al enfrentar a los grandes propietarios, podía poner de su lado a aquellos sectores agropecuarios más pequeños, me refiero a los pequeños productores, y no lo supo hacer. Por el contrario, ahí el que tuvo una postura hegemónica fue el campo, fueron esos grandes productores los que pusieron de su lado a los más pequeños. Y eso representa una debilidad muy grande, porque, para consolidar una posición es necesario tener un apoyo popular lo más amplio posible, y en ese conflicto estaban dadas todas las condiciones para tenerlo. Sin embargo, los sectores más pobres terminaron poniéndose del lado de aquéllos con los que estaban enfrentados. El Gobierno se dio cuenta de eso demasiado tarde. Cuando uno permite que su adversario logre instalar su propio interés como representación de un interés general, queda en una posición muy difícil.

HACIA UN ORDEN MULTIPOLAR

¿Cómo se traduce el modelo agonista a la construcción de un orden internacional multipolar?
En realidad, desarrollé mi modelo de agonismo pensando en una interpretación de la política liberal democrática a nivel doméstico, de Gran Bretaña. Luego es que lo llevé al escenario europeo, preguntándome cómo sería una concepción agonista de Europa, no necesariamente enfocándome en la realidad de un Estado nacional. Claro que no se trata de aplicar el mismo modelo, dado que hay algunas diferencias, sobre todo porque a nivel internacional no tenemos una comunidad política. Por eso critico a los cosmopolitas que piensan que se puede transformar el mundo en una unidad moral política homogénea. El mundo es un pluriuniverso, no se puede pensar en una unificación mundial o en instituciones universales. Todo orden es un orden hegemónico, por eso es imposible lo que plantean estas visiones universalistas, cuando pretenden un orden más allá de lo hegemónico.

Ahora bien, ¿es posible la consolidación de un mundo multipolar organizado agonísticamente cuando aquellos actores hegemónicos como Estados Unidos promueven, y en muchos casos imponen, un discurso antagónico?
Bueno, claramente luego de la caída del comunismo, se consolidó un mundo unipolar en el que Estados Unidos aún conserva su papel central, y estoy de acuerdo con que representa un problema para este modelo. La pregunta es cómo superar este escenario. Para los cosmopolitas, que en su mayoría son de izquierda, la solución democratizadora pasa por ir a un orden sin hegemonía. En mi opinión, eso es imposible. Por el contrario, creo que el camino es pluralizar las hegemonías. Si Europa, en vez de estar siempre de acuerdo con Estados Unidos apuntara a consolidarse como un polo regional político fuerte, sería ya un avance. Creo que es en ese sentido que se podrá avanzar con la conformación de un mundo multipolar en el que Estados Unidos no sea el único régimen hegemónico. En vez de tener un solo centro, debemos tener una serie de bloques regionales con sus instituciones propias. Y aunque nunca se llegue al mismo equilibrio entre esos bloques, todos deben mantener entre ellos una relación agonística.

¿Cómo?
Reconociendo que no hay principios únicos o una única forma de comportarnos en una ciudadanía democrática. Por el contrario, mi planteo es que hay que reconocer la legitimidad de los conflictos. De esa forma, evitamos que asuman la forma antagónica de “amigo y enemigo”. Volviendo al ejemplo de Estados Unidos, el discurso de Bush no dejaba lugar a ese otro, el que no estaba con ellos era el enemigo, el “incivilizado”, el ilegítimo. En este sentido, el terrorismo es un síntoma; la respuesta en un contexto donde no hay posibilidad de poner en cuestión de manera legítima una alternativa al orden hegemónico de Estados Unidos. Es por eso que emergen estos movimientos que asumen una forma radical de antagonismo.

¿Y qué rol puede jugar América Latina en este escenario mundial?
Creo que estamos en un momento de grandes oportunidades. China e India también están empezando a organizarse, y el rol de América Latina es fundamental. En realidad, de América del Sur, para ser precisos. Pero para ello es fundamental que cada uno de esos polos asuma su propio modelo de desarrollo y sus propias concepciones, que escapen de la visión unilateralista del “pensamiento único de Occidente”. Para ello cada especificidad debe ser reconocida como legítima. En la medida en que se conozca una pluralidad legítima, los conflictos en el plano internacional corren menos riesgo de asumir una forma antagónica. Lo que no significa que los conflictos vayan a desaparecer.

Volviendo a los peligros de cierto autoritarismo, Venezuela es un buen ejemplo. Claramente Chávez construye un régimen populista, en términos de Ernesto Laclau, rompe con el statu quo e inaugura su propia institucionalidad. Sin embargo, hoy esas instituciones se transforman en una amenaza cada vez más grande contra la oposición al gobierno.
Sí, pero por otra parte es cierto que la oposición no da lugar al agonismo tampoco. Porque, para que haya una política agonista es necesario también que el “otro” acepte eso. Si los oponentes están planteando todo el tiempo tu eliminación, ¿cómo puede ser posible reaccionar con un discurso agonista?

La pregunta, entonces, es cómo plantear una política agonista en América Latina, donde el comportamiento de la derecha siempre es ése.
El punto es pensar una política de izquierda que apunte a la transformación sin caer en la Tercera Vía europea. En este sentido, la gran diferencia que plantea América Latina respecto de Europa es que aquí tienen una izquierda que no cayó en el liberalismo y que tampoco repite fórmulas jacobinas. Es una izquierda democrática. El problema es que la derecha lo que intenta hacer es sumergir esas experiencias en el puro antagonismo.

Y volver impracticable el agonismo.
Exacto. Entonces lo más importante en ese contexto es hegemonizar el mayor número de grupos, impidiendo a la oposición que construya una contrahegemonía. Al respecto, creo que la situación en la Argentina es muy distinta a la de Venezuela, porque allí la sociedad está mucho más polarizada. No es fácil para Chávez ganarse aliados. Mientras que aquí, el proyecto kirchnerista podría sumar otros sectores, en la medida en que se preocupe por articular los intereses y demandas dispersos en la sociedad.

La dimensión de lo político

El planteo que hace en cuanto a pensar la política en términos “adversariales” viene generando diversos cuestionamientos. Hay quienes plantean que pensarla como la relación amigo/enemigo no es, ni más ni menos, que la lógica sobre la que se articularon los regímenes fascistas.
Pero es que para mí esa lógica adversarial no es ni más ni menos que la política, la dimensión de lo político. Todo movimiento político consiste en determinar dos campos, un nosotros y un ellos. Eso está lejos de ser una dimensión específica del fascismo. La diferencia pasa por cómo se construye esa relación. El problema es que el pensamiento liberal es incapaz de pensar lo político en esos términos. Desde esa concepción, la política sólo es pensada como administración de intereses. Yo lo que intento es demostrar la falla en esa interpretación, por eso tomo a Carl Schmidt. Mi interés es mostrar cómo el liberalismo es incapaz de recuperar esa dimensión adversarial de la política, y cómo hay diversas formas de ver el oponente y que, por el contrario, una de ellas garantiza una construcción democrática. Schmidt, por su parte, plantea que no es posible tener una democracia pluralista, y que liberalismo y democracia necesariamente se niegan el uno al otro. Ahora, si uno piensa al conflicto bajo la forma del amigo-enemigo, es cierto que uno no puede legitimar eso en una sociedad democrática, porque esa lógica lleva a la guerra civil y la única forma de orden posible pasa a ser entonces el orden autoritario.

Que es lo que sucedió con la lucha armada en los setenta.
Sí, aunque eso ya no entra dentro del orden de lo democrático, representa el momento en que la política asume una lógica de guerra. Justamente lo que propongo es un modelo de democracia que legitime el conflicto, a partir de lo cual ese “otro” ya no aparece como un enemigo que deba ser “aniquilado”.

Pero debemos reconocer que pensar lo político en esos términos, por lo menos, supone esa tensión.
Bueno, cuando escribimos Hegemonía y estrategia socialista todavía había una parte de la izquierda que pensaba en términos jacobinos, es decir en términos de una revolución, de romper con el orden capitalista y hacer algo nuevo. Hoy algunos pensadores, como Slavoj Zizek, están intentando volver a eso. Pero ésa es justamente una forma absolutamente antagónica de asumir la política. Con la caída del comunismo, esa posición prácticamente se desplomó. Lo que queda es residual y, hoy, muy pocos partidos piensan bajo ese modelo porque es una posición que no da lugar para el pluralismo.

El problema es que ya se están pasando al extremo, asumen una visión liberal en la que dejan de pensar en un enemigo para pensar en un competidor. De lo que se trata, según esta concepción, es de administrar intereses a través del sistema electoral, en un terreno totalmente neutral en el que no hay ningún cuestionamiento al orden hegemónico vigente. La pregunta entonces es cómo puede uno abandonar la postura jacobina sin caer en ese pensamiento liberal. Allí está el punto que debe resolver la izquierda, sin caer en las trampas que la derecha siempre le tiende.

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