LA ALEGRÍA PERONISTA

domingo, 4 de octubre de 2009

Dígale no a Terrabusi

LA HISTORIA DETRÁS DE LA REPRESIÓN A LOS TRABAJADORES DE KRAFT

Dígale no a Terrabusi

01-10-2009 / Factura 47 mil millones de dólares en el mundo. Pero en la Argentina se niega a cumplir las leyes laborales y despidió a los delegados gremiales. Su poder de lobby mediático.

Violencia. El brutal desalojo.
Por Gustavo Cirelli
Liliana Nieva tiene 27 años y a Tobías, su hijo de seis. Un cargo de operaria calificada que cumple ocho horas, cada noche, de lunes a sábado, en la fábrica Kraft Foods, de General Pacheco. Tiene, Liliana, la marca de unos golpes en su rostro, moretones debajo de su ojo izquierdo y junto a su boca, sobre la comisura de sus labios. Tiene, también, inmunidad gremial y su mochila vacía.
Liliana, 27 años, un hijo, y el mandato de sus compañeros del sector empaque de chocolates para que los represente, ahora se planta ante la lente del fotógrafo, hace frío, y le duelen los golpes que marcaron su rostro, y recuerda su mochila vacía, síntoma que expresa el rapiñar de algunos uniformados incorregibles. Y recuerda que golpes y atraco los sufrió días atrás en la fábrica en la que trabaja hace cuatro años; empresa que fue de capitales nacionales hasta que en 1994 la compró Nabisco, que vendió seis años después a la tabacalera Philip Morris, dueña de la compañía hasta marzo de 2007, momento en que pasó a manos del emporio Kraft. Ahí, entonces, trabajan 2.700 personas, el 50 por ciento de ellas mujeres, como Liliana, y muchas de ellas madres, como Liliana, que en su mochila había guardado los 6.000 pesos del fondo de huelga, parte de lo que habían juntado los trabajadores desde que una asamblea votó extremar las medidas de fuerza que habían comenzado el 3 de julio cuando una manifestación dentro del predio, en la que se reclamaba mejores condiciones sanitarias para los empleados, en pleno brote de gripe A, derivó en 156 despidos. Despidos con causa para la patronal. Sin causa para los trabajadores. La empresa adujo que durante la protesta de julio se privó de su libertad a los empelados del sector administrativo que quedaron encerrados en sus oficinas. El 18 de agosto Kraft envió los telegramas que notificaban los despidos. El lunes 7 de septiembre los trabajadores decidieron tomar las instalaciones y lanzaron un plan de lucha que dio visibilidad social a un conflicto laboral que ya llevaba dos meses: iniciaron los piquetes en la autopista Panamericana. Se sumaron más cortes, entre ellos los que protagonizaron estudiantes porteños en esquinas céntricas en solidaridad con los trabajadores de la ex Terrabusi. Todo, claro, se crispó más y más. Ciertos parlanchines de prensa amplificaron la situación para irritar aún más el malhumor “de lagente que sólo quiere vivir en paz”, mientras que aquellos, los otros, los que no cuadran dentro del concepto posmoderno de lagente, los trabajadores despedidos, los que se solidarizan con ellos, no son, pues, gente, sino piqueteros. Feos, sucios y malos para los bellos, limpios y buenos que regios de toda paquetería andan cortando bien perfumados Callao y Santa Fe al son de sus cacerolas de teflón contra este gobierno bolivarianamente totalitario que quiere silenciar a la prensa independiente con su temible Ley de Medios K. Uf... pero esa es otra película. ¿O no?
Y así, entonces, testimonios como el enojadísimo jefe de Gabinete pro, Horacio Rodríguez Larreta, aportaron más mufa a los vecinos. Arrojó ante los micrófonos Larreta: “Estos cortes les joden la vida a miles de porteños” –no los de los tefloneros, sino los otros, valga la aclaración–, y lo dice el mismo Rodríguez Larreta, el jefe de ministros de un gobierno municipal que corta calles por doquier para embellecer con obras la vida de lagente, cortes que duran semanas, meses (pero ¡Palermo está quedando divino!). Y así llegamos al viernes 25 de septiembre:
4Entre palabras envenenadas del establishment, Jorge Zorreguieta –papá de Máxima, princesa de Holanda, ex secretario de Agricultura del genocida Videla, y actual presidente de la Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios (Copal), la cámara que nuclea a firmas como Kraft– expresó su “desacuerdo con la ocupación ilegítima de la planta, así como la violencia y la intimidación que llevan adelante un grupo minoritario de ex operarios despedidos conforme las leyes laborales vigentes”. Y destacó desde un comunicado que el accionar de este grupo “implica una violación de la libertad de trabajo de los operarios que se desempeñan en el establecimiento, afectando también el derecho constitucional a ejercer toda industria lícita y la libertad de tránsito de la sociedad toda”. De lagente.
4Entre la indiferencia, un dirigente sindical, Rodolfo Daer, ex mandamás de la CGT del menemismo, en aquellos años en los que operarios como Liliana Nieva eran arrojados por las ventanas del sistema, años de pura flexibilización laboral, y con empresas nacionales como Terrabusi que cambiaban de manos y de nacionalidad; ese mismo Daer, ex militante de la Federación Juvenil Comunista, que conduce los destinos del Sindicato de Trabajadores de la Industria de la Alimentación, y que ignoró la lucha de la gremial interna que manejan los “ultras” –maoístas y trotskistas variopintos–, porque hace tiempo prefiere a esos delegados fuera de Kraft y de cualquier mesa de negociación, así lo reclamó ante el Ministerio de Trabajo nacional, en medio de este conflicto.
Así se llegó al viernes 25 de septiembre:
4Con disputas internas de una comisión interna que pecó de infantilismo izquierdista al extremar la tensión con la empresa sin evaluar las consecuencias en un contexto político que podría volvérseles como un boomerang. Ese peligroso mantra “del cuanto peor, mejor” que a veces conduce la lógica de lucha de ciertos grupos de izquierda, en los hechos, nunca es mejor. Pero que nadie, nunca podrá ampararse en la torpeza de algunos para cargar con los caballos y la infantería de la Bonaerense contra cientos de trabajadores que reclamaban por la reincorporación de sus compañeros, entre ellos, delegados gremiales.
4Con ejecutivos argentinos de una multinacional, inclementes a las demandas laborales y dispuestos a violentar la Ley de Asociaciones Sindicales por la mera prepotencia de comandar una de las mayores factorías del planeta. Kraft Foods opera en más de 150 países de mundo y cuenta con plantas industriales en 66, tres en la Argentina: la de Pacheco; un molino harinero en Tres Arroyos, provincia de Buenos Aires, y la de producción de bebidas en polvo y postres para preparar, en Villa Mercedes, San Luis. En el país comercializa las galletitas Oreo, Pepitos, Terrabusi, Club Social, Express, Cerealitas y Mayco; las pastas Don Felipe, Terrabusi, Vizzolini y Canale; las bebidas en polvo Tang y Clight; los chocolates Milka, Toblerone, Rhodesia, Tita y Shot, y en postres para preparar, Royal. Empresa que exportó en 2008 por 14 millones de dólares y cuya venta anual en el país ronda los 1.400 millones de pesos. Con una ganancia que superó los 60 millones de pesos en los últimos dos años –según consta en el ranking de la revista Mercado, de las mil empresas que más vendieron–, lo que la convierte en la cuarta elaboradora de productos alimenticios de la Argentina, detrás de Arcor, Bagley y Ledesma.
Kraft Foods es la misma empresa de capitales norteamericanos que, por ejemplo, integra en Honduras junto a Walmart y el Citibank, la Cámara de Comercio Hondureño-Americana, uno de los principales sostenedores de los golpistas en el país centroamericano. Multinacional que en Colombia, cuando sus trabajadores decidieron sindicalizarse, despidió a sus representantes. Luego, encerró a 30 trabajadores en el comedor de la planta para obligarlos a firmar sus renuncias. Se negaron y fueron reprimidos por la policía. El sindicato colombiano señaló que Kraft “quiere el aniquilamiento del sindicato y avanzar en la tercerización y precarización de la totalidad de la mano de obra”. Su filial de Buenos Aires no dudó en incluir entre las decenas de despedidos a 40 de los 44 delegados por sector, de los cuales diez forman la comisión interna, de la que Kraft echó a ocho, intentando borrar con telegramas derechos constitucionales vigentes que fueron el producto de años y años de historia de luchas obreras. Derechos laborales que Alberto Pizzi, ex subteniente de caballería del Ejército argentino, casado, padre de cuatro hijos, que a sus 47 años dirige el Área Cono Sur de Kraft Foods, no puede desconocer. Su currículum como licenciado en Administración de Empresas, egresado de la Universidad de Belgrano, expone una vasta experiencia como para desconocer normativas sindicales: fue empleado de Marcelo Tinelli con el cargo de gerente general de Ideas del Sur, y pasó como director de Marketing por Pepsi Cola Argentina, entre otros trabajos, antes de encumbrase en una de las mayores productoras de alimentos del mundo.
Pizzi evitó la exposición pública durante el conflicto. Su lugar lo ocupó el abogado Pedro López Matheu, director de Asuntos Corporativos y Gubernamentales de Kraft, que se desempeñó antes de asumir su actual cargo en 2006 como gerente de Asuntos Institucionales del Grupo Clarín durante 10 años, lo que le permitió ocupar la presidencia de la Comisión de Libertad de Prensa de ADEPA. Su estilo de gestión lo recordó Página 12: “El viernes 3 de septiembre de 2004 se produjeron 119 despidos por reclamos de mejoras en las condiciones laborales. La semana previa 350 empleados pararon la planta donde se imprime las revistas Viva y Genios. Ese viernes fueron cesanteados todos los trabajadores hasta el lunes 8, y con 500 efectivos de la Infantería de la Policía Federal sacaron la edición de Viva de los galpones para ser distribuida. El ideólogo de aquella movida no fue otro que López Matheu”. Todo un estilo.
Desde la embajada de los Estados Unidos, el afable Thomas Nelly, encargado de Negocios y un fino conocedor de las relaciones con funcionarios argentinos, fue clave en la búsqueda de un consenso que apaciguara los ánimos. Dialogó con el gobernador Daniel Scioli. Desde la legación diplomática se resaltó la importancia de apoyar “la plena aplicación de los derechos y protecciones laborales, así como el respeto de los derechos de propiedad y del sistema judicial”. Y se remarcó que la embajada norteamericana no intervino en las negociaciones. La diplomacia, bajo el manto de la flamante embajadora Vilma Martínez, quedó a la izquierda de los halcones criollos de Kraft.
El pico del conflicto encontró en el exterior a Cristina Kirchner y a la delegación argentina, entre ellos el ministro de Trabajo Carlos Tomada: su regreso parece haber sido clave para abrir una mesa de diálogo que acerque posiciones. Dijo Tomada: “En estos últimos años se recuperó la capacidad de arbitraje del Estado en las mediaciones. Pero en este caso fue imposible lograr que las partes se sentaran”. El gobierno nacional no supo desactivar a tiempo un conflicto que suma erosión a la gestión, que en plena crisis aportó decisiones desacertadas cuando el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, apuntó contra Scioli, y en un encuentro con la Unión Industrial, según deslizaron voceros de la UIA, habría dicho que desplazarían a los trabajadores que ocupaban la planta.
Así se llegó al viernes 25.
Con derechos laborales violentados, con el coro de prenseros canallas agitando desde sus usinas de comunicación institucional “el perfil que deben tomar las empresas para defenderse en los medios de ataques sindicales”, voceritos a sueldo que alguna vez se asumieron como periodistas y ahora pregonan miedo “por el temor a que se generalice el acoso sindical”, llaman a evitar “eventuales contagios” de la situación que se suscitó en Kraft, lo que se estaría “convirtiendo en una de las crisis empresarias más graves de la Argentina en décadas”; así, entonces, se llegó al viernes 25 de septiembre cuando a las 17.30 comenzó la mayor –y más brutal– represión desde que las balas de la maldita Bonaerense asesinaran a Kosteki y Santillán el 26 de junio de 2002 en el Puente Pueyrredón, allá, en Avellaneda. Acá, en General Pacheco, no hubo balas de plomo, es cierto: hubo palos, caballos, gases lacrimógenos y un operativo con cientos de policías que accionaron en pinzas contra los trabajadores. Todo bajo las órdenes del jefe de la Regional Norte de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, Salvador Baratta (ver recuadro). Hubo, también, 65 detenidos que fueron demorados dentro de la fábrica –postal tardía de la dictadura videlista– y que los mantuvieron, ahí, cautivos, por más de cuatro horas hasta que pudieron ver a sus abogados. ¿Cómo había empezado todo en julio pasado? ¿Despidos bajo el argumento de privación ilegal de la libertad?
La oficina de Recursos Humanos de la sede argentina de esta multinacional que en 2008 tuvo una facturación planetaria de 47 mil millones de dólares y que por estos días bajo la dirección de la CEO Irene Rosenfeld, que intensificó el crecimiento y la expansión de Kraft, realizó una oferta hostil para adquirir a su rival inglesa Cadbury, esa oficina argentina, se convirtió en dependencia de facto de la policía por donde desfilaron los detenidos para ser fichados, sus dedos entintados para registrar sus huellas dactilares; por ahí, por esa oficina pasó esa tarde Liliana Nieva con su rostro magullado, doliente y su mochila vacía.
Aquellos 6.000 pesos del fondo de huelga que le habían arrebatado; no sólo hubo golpes en Pacheco. Hubo, como al pasar, rapiña. Hay prácticas que son irreductibles: con esa plata –muchachos– en La Continental se llevan unas 215 grandes de muzzarella, riquísima. La faina va de regalo.
Ese viernes, a las 21, con vainas de los gases aún esparcidas por la zona, la empresa comunicó que la situación en la planta ya se había normalizado.
Pizzi, entonces, podrá recuperar aquel concepto que dejó claro ante el diario La Nación en enero de 2008 cuando le preguntaron: “¿Cómo es la cultura de Kraft?”.
“Es una compañía que trabaja con mucho éxito y con buena onda”, definió.
Buena onda que se interrumpió por ese inconveniente inesperado que vienen atravesando desde hace unas cuantas semanas los directivos de la Kraft, cuando los trabajadores, esos que tan fácilmente mutan a piqueteros, a los que por acá abajo, al sur del mundo, los amparan algunas de esas leyes laborales, no aceptaron el ofrecimiento de la empresa de darles 200 pesos al mes a las madres operarias, para que con la guardería de la planta cerrada le pagaran a una persona que cuidara de sus niños por las horas que ellas producen ricos dulces para los hijos de lagente. Y así, tranquilas, las mamás operarias volvieran a sus quehaceres fabriles, durante las ocho horas diarias en las que sus niños podrían retozar ante la atenta mirada de una baby sitter del conurbano, que los cuidaría dichosa por 1,04 peso la hora.
La niñera no se puede quejar: la Tita cuesta un peso.
Pero no la compre.
Dígale no a Terrabusi.
Así no.
Producción: Leandro Filozof

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